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Bruno Altieri 2y

El sueño del regreso según Carlos Delfino

No hay desafío para el ser humano más codiciado, e ilusorio, que el de regresar. Al hogar que nos hizo felices de chicos, a la época dulce de una juventud remota, a los años en los que las libertades eran muchas y las obligaciones pocas.

El hombre ha albergado siempre en sus entrañas el sueño de volver. La nostalgia se construye a partir de ese deseo imposible y los griegos han sido estrictos en afirmar, sin reparos, que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río. 

No se debería volver al lugar en el que se ha sido feliz, porque es la experiencia previa la que genera la frustración. El primer beso siempre será el primero y, de algún modo, el último. Al menos comprendido de esa manera: es el hombre el que cambia, pero también se modifica el entorno. Se regresa al lugar pero jamás al tiempo, ese es el engaño que se dibuja en forma de puñal y que atraviesa nuestros corazones. Nada ni nadie logra el giro completo de 360 grados para iniciar de nuevo en el punto de partida. El recuerdo, maldito recuerdo, impide vivir las cosas con la plenitud de los inicios. 

Sin embargo, Carlos Delfino ha roto este estigma. Ha esquivado esta premisa, porque su vuelta a la selección nacional tiene una carga simbólica tan extraña como maravillosa. Delfino es el Ave Fénix que resurge de las cenizas, pero con la experiencia previa a cuestas que permite la felicidad plena. Volver para que el trazo complete el círculo. Hay que tener mucha suerte, mucho trabajo y mucho talento para llegar a deslumbrar en los primeros planos en lo que uno hace. Delfino supo conocer las luces grandes del básquetbol mundial. Y una desgracia vestida de lesión lo empujó al mundo de los terrenales, aunque, vaya paradoja, fue ese mismo dolor el que mutó ahora en enseñanza y recorrido.

Volver para que nada cambie. O para que cambie todo, de acuerdo al enfoque con el que uno mire. Delfino subió, cayó, volvió al barrio y regresó. Y entonces pudo comprender el valor concreto de lo que significa ser grande. De generar cosas en los chicos, que corren tras su colectivo a la caza de un autógrafo, una foto, un recuerdo. Pero para poder ver la luz primero hay que caminar por la oscuridad. Volver a ser un joven ignoto que escucha el eco de un balón en un club de Santa Fe. Sufrir, entrenar, transpirar. Llorar. Y entonces sí, el premio llega y tiene un sabor único, especial, con una receta que mezcla una suma de ingredientes conocidos con algunos insospechados.

Delfino se burla a carcajadas del orden establecido. Casi sin querer, ha roto la barrera de tiempo y espacio para vivir el eterno sueño del regreso. De las marquesinas al silencio. Del silencio a las marquesinas. Con un chasquido de dedos, como el paciente que despierta de un coma farmacológico de un salto justo antes de ser desconectado. La fragmentación de un aura silencioso de tres años. ¿Importa acaso cuánto y cómo juegue en Río? Desde un punto de vista técnico y concreto, seguramente sí. Pero el deporte es mucho más que esto, es emoción, es energía, es movimiento. 

Delfino es la contraindicación de la máxima que establecieron los griegos. Se ha dado un chapuzón de cabeza al mismo río pese a la corriente que buscó por años empujarlo en contra. El milagro de la vuelta lo devuelve a tiempos inverosímiles. Todos hemos soñado alguna vez con regresar a alguna parte. Dormir quince minutos más para volver a vivir entre sábanas una experiencia inolvidable.  El niño que se abraza con sus padres, el chico que desempolva el guardapolvo para ir a la escuela, la primera pelota que besa la yema de los dedos. 

Vivir para contarlo.

El reloj se detuvo con Delfino y volvió a caminar.

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