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Lucas Faggiano, el jugador invisible

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Vivimos en un mundo que premia más al que muestra que al que hace. La seducción es un mecanismo recurrente y peligroso: rara vez lo prometido se concreta y esa frustración en quien observa es efímera, porque no pasa demasiado con la falsa promesa. En minutos llegará otro posteo, otra publicación, otra foto. Y el círculo empezará a gestarse de nuevo, un agujero negro sin límites establecidos, infinito.

La imagen le ha ganado por escándalo a la identidad. En otras palabras, decir se ha convertido en un valor más importante que ser. No importa demasiado lo que se diga, sino que importa que se diga fuerte. Gritar, de ser posible, aunque sea una verdad a medias. Aunque sea mentira. No importa nada.

En ese mundo enfermizo, hedonista y absurdo, que premia sólo lo que llama la atención, hay personas que deciden hacer las cosas de otra manera. Que deciden no jugar ese juego, que escapan a la exposición recurrente, que hacen del sacrificio y el bien común un primer paso hacia la consecución de objetivos. Son tan excepcionales, tan silenciosos, que llaman la atención. Monjes tibetanos en una fiesta electrónica.

Lucas Faggiano, recientemente convocado a la Selección Argentina, es una de esas personas. Jugará su primer partido en el equipo nacional a los casi 30 años, y lo hará sumergido en la felicidad de los que logran cosas grandes sin exigirlas sacando pecho. "La gente no quiere leer, quiere haber leído", dice Alejandro Dolina, en una analogía fantástica sobre lo que significa querer mucho sin pretender dejar nada a cambio. Lucas es exactamente lo contrario: no es el fin, sino el camino el que construye y moldea. El hombre golpeando la roca hasta que la roca se rompe, y no es el último golpe el que la destruye, sino todos los que lo precedieron.

Desde chico, su pretensión pasó por no ser pretencioso. Su energía se volcó en brindarse, en estar siempre a disposición, aún a riesgo de no tener el reconocimiento necesario. Altruismo en estado puro. Cuesta encontrar un equipo al que Faggiano, sin ser el hombre más destacado, no lo haya hecho crecer al máximo de sus posibilidades.

"Siempre hay que tratar de ser el mejor, pero nunca creerse el mejor", decía Juan Manuel Fangio, célebre campeón mundial de Fórmula Uno. En definitiva, no se trata de ser el más importante, sino de sacrificarse todos los días para ser la versión más destacada de uno mismo, con todo lo que eso significa. Un reloj de arena que deja caer granos hasta formar una pila significativa. El viento que erosiona la piedra, las horas a media luz leyendo hasta fundir las cejas sobre el papel, el dolor de elegir a edades tempranas.

Un tiro, otro tiro, y otro más. El sonido de la pelota que rebota contra el parquet, el estadio vacío, las noches de verano, las horas invertidas.

Los sueños de básquetbol.

Desde que era un chico en Estudiantes, Faggiano entendió esto como nadie. Fueron las enseñanzas de Jorge, su padre, aquella leyenda bahiense de los años '80, todo un símbolo en su ciudad. Padre presente, compañero, consejero, amigo. La luz de su mamá Silvana, que lo sigue hoy como faro en cada decisión, en cada cancha, en cada momento. Fue él, claro, pero fue también la contención de su familia que siempre estuvo cerca la que le permitió crecer y avanzar.

El contenido, en Lucas, fue, es y será tan importante como la forma.

El recorrido no ha sido sencillo, pero desde que empezó en el básquetbol supo que no iba a ser fácil. Tuvo que regresar antes de tiempo de su experiencia estadounidense en Long Island Blackbirds por un problema familiar, pero la ilusión estuvo lejos de estancarse. Primero fue Estudiantes, luego fue Weber Bahía Estudiantes y a partir de ahí, con su salida de la ciudad, llegó la madurez de golpe: temporada de despegue en Boca, campeón con San Lorenzo, MVP del Súper 20 con San Martín de Corrientes y recientemente convocado a la Selección Argentina de Sergio Hernández para jugar las ventanas FIBA. El jugador invisible, el abanderado del sacrificio, la voluntad y el esfuerzo, se prepara para escalar el peldaño más importante de su carrera.

“Cumplí el sueño que tenía de chico”, dijo Faggiano cuando ganó el título con San Lorenzo. “Mis primeros recuerdos son de estar con mi mamá y mis hermanos viendo jugar a mi viejo en la Liga”, agregó.

Lucas cierra los ojos y se transporta. Es un domingo por la tarde, las veredas de Bahía Blanca están tranquilas. Reina el silencio puertas para afuera. Está de nuevo en el patio de su casa de calle Santa Fe, es sólo un niño. Tiene la pelota de goma bajo el brazo. Camiseta y pantalón de Estudiantes. Se escucha básquetbol, pero es normal: hay alguien que juega del otro lado de la pared que comparte su casa, curiosamente, con el mítico estadio Osvaldo Casanova. El club es, literalmente, el patio de atrás. La familia está reunida, están juntos otra vez. Reina la alegría, todos hablan al mismo tiempo, es la sobremesa de un día típico de fin de semana en el interior del país. Alguien saca una foto que muestra a Jorge defendiendo a Michael Jordan en el Preolímpico de 1984: Argentina contra Estados Unidos. Y entonces, se produce el silencio. Lucas habla pero no lo escuchan. Levanta la mano. Todos los miran, principalmente el abuelo Bebe Storti, leyenda del Albo, quien sonríe, porque quiere a esa Pulguita como a nadie. Es simpático, chiquitito, con rulos, y no para de moverse. Vive en el club, como tantos chicos, pero este tiene algo especial. Quiere las cosas de verdad. Entonces casi sin querer, un hilo de voz se escapa y observando a Jorge, hace un guiño al destino: "Papá, cuando sea grande, yo también voy a jugar en la Selección Argentina". Todos ríen.

La foto de Jordan descansa sobre la mesa. Jorge la vuelve a observar y luego mira a su hijo. Los ojos de Lucas brillan como fuego.

En ese rayo emocional, la conexión de épocas se funde.

Y todo, absolutamente todo, cobra sentido.