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¿Por qué la famosa "ola" no siempre es bienvenida por aficionados?

Ella no era una simple aficionada al béisbol; era una purista. Y no solo era una purista; tenía poder. Y no solo era poderosa; podía encarcelar a las personas, y acababa de hacer el primer lanzamiento ceremonial. Era Mary Jo White, la presidenta de la Comisión de Bolsa y Valores (SEC) de los Estados Unidos, y representaba mi última, y mejor, oportunidad de iniciar la ola.

Yo estaba en el Parque de los Nacionales, en Washington, D.C., para presenciar un juego del martes a la noche entre los Nacionales, que estaban primeros, y los Mets, que ocupaban el segundo lugar. Era la noche de cierre de la SEC, así que me tenían rodeado: legisladores, no evasores de la ley; puristas, cientos de ellos. Pero descubrí un asiento vacío al lado de White, así que me acerqué a mi último recurso. No me senté; en cambio, me arrodillé junto a ella y, luego de presentarme, comencé mi ruego.

“Señora White,” le dije. “Este es el segundo estadio al que he concurrido tratando de iniciar la ola. No voy a tener otra oportunidad. ¿Me ayudaría usted?”

Ella no había reaccionado con desconfianza o alarma cuando me arrodillé. Se sonrió. Y seguía sonriendo. Nunca dejó de hacerlo. Una pequeña mujer con una gorra de béisbol roja y una polo negra, ambas con la insignia bordada de la SEC, esperó a que yo terminara, sonriendo, y me contestó “Yo odio la ola”.

“¡Yo también la odio!” exclamé. “¡Es por eso que tengo que iniciarla! Estoy predestinado a iniciarla, condenado a iniciarla!”.

Ella me interrumpió antes de que comenzar a recitar La balada del viejo marinero.

“La ola no tiene nada que ver con el béisbol,” me dijo.

“¡Pero hoy sí que lo tiene! Noah Syndergaard está en el montículo. Él odia la ola más que nosotros dos. Si hacemos la ola mientras está lanzando, será parte del partido".

Ella lo pensó. Su sonrisa parecía indicar que podría haberle dolido.

“Lo haré”, me dijo.

“¿Lo hará?”

“Lo haré” ¿Cuándo?”

“¿En la quinta entrada? ¿Cuándo Syndergaard esté lanzando? ¿Uno afuera? ¿Cuando el juego haya llegado a su desganado segundo acto?"

Ella asintió con su cabeza, de manera segura, veterana de muchas decisiones ejecutivas. “Sí. Porque es en ese momento cuando la gente hace la ola cuando están aburridos”.

“La veré entonces”.

“Aquí estaré”, me dijo. “Pero tengo que decirle algo”.

“¿Qué?”

“Sigo odiando a la ola”.

Yo odio la ola. Siempre la he odiado, incluso cuando era joven (y la ola también) y era una novedad, no una cansadora obligación. Técnicamente, ejemplifica un aspecto de la dinámica de masas denominada ritmo metacrónico; pero yo acostumbraba llamarla la Cadena de Cartas del Béisbol, en la época en que las cadenas de cartas se hacían en papel. Antecesora de la viralidad, precursora de Twitter, esta intromisión indeseada que de alguna manera encontró el éxito en los estadios deportivos, la ola no es nada más que un bostezo vestido de fiesta. En rondas que avanzan en el sentido horario, las personas se levantan, gritan, alzan sus brazos y luego se sientan; creen que están celebrando, cuando en realidad todo lo que celebran es su propio descontento. Al no estar suficientemente entretenidos, los espectadores se divierten a sí mismos distrayendo del juego a aquellos que quieren verlo, cambiando una corriente subterránea de gruñidos en un contagio ensordecedor.

Y esa no es la parte mala.

Todos sabemos cómo se inician las olas–con un bravucón aburrido, haciéndolo sentir a las personas como aguafiestas si no le siguen la corriente. Pero nada es peor que la manera como terminan. Al menos cuando comienzan, lo hacen con un perverso sentido de esperanza. Es posible que esta, esta ola, sea la que va a levantar vuelo. Pero realmente nadie puede decir exactamente cómo terminan porque en realidad no terminan; solo se extinguen. Fracasan de la manera que muchas iniciativas humanas terminan, encogiéndose de hombros y con un vago sentimiento de vergüenza y tristeza. Cuando las personas inician las olas, están diciendo que no les importa el juego; cuando las terminan, están diciendo que ni siquiera les importa la ola.

Yo siempre he terminado la ola. Siempre he sido el que se sienta cuando los demás se paran, el que se burla cuando los demás se sonríen. Pero, desde luego, eso significaba que yo no entendía para nada la ola, y que nunca lo lograría, hasta que no me obligara a ir a un estadio e iniciar una.

La ola, según se supone, fue inventada en 1981 por un animador profesional que usa vaqueros y se llama a sí mismo Krazy George Henderson. Desde entonces, científicos sociales y físicos han sugerido que se necesita un mínimo de 25 individuos con la misma idea para convertir la marea de lasitud humana y poner la ola en movimiento. Yo no pude encontrar tantas personas cuando asistí al Turner Field en Atlanta en una reciente tarde de domingo, así que llevé a mi hija, de 13 años y mortificada. Los Bravos estaban en el último lugar, un equipo mayoritariamente anónimo jugando contra los todavía competitivos Mets ante una multitud amontonada, compuesta principalmente por fanáticos de los Mets. En la pared del "outfield" había un cartel con el número mágico de los Bravos: 13 (juegos que faltan para que el Turner Field, de 20 años de edad, dejara de ser un estadio de béisbol). Enseguida comencé a invitar a los espectadores que nos rodeaban.

“¿Quieren iniciar la ola en la quinta entrada? ¿Me acompaña? ¿Y usted?”

Me sorprendió ver cuántas personas me dijeron que sí–ver cuántos en realidad se sonreían y parecían entusiasmados por la idea de hacer la ola. “¡Seguro! ¡Definitivamente! ¡Lo haremos!” Mucho más me sorprendió que nadie me dijera que me fuera al infierno. Al principio me había dirigido a las familias con niños y a los pocos grupos de incondicionales fanáticos de los Bravos, suponiendo que estarían desesperados por algo de entretenimiento, pero no había suficientes, así que decidí arriesgarme a enfrentar la ira de los fanáticos de azul y naranja. Extrañamente, no hubo nada de ira, los que no me dieron su aprobación de viva voz, tampoco se mostraron en contra. Se limitaron a mirarme y luego volvieron a alentar al equipo visitante.

Al final de la quinta entrada, me paré. Me sentía raro, porque a menudo me había parado en los juegos de béisbol, pero nunca para hacer lo que estaba por hacer, que era pronunciar un discurso. “¡Hola a todos!” exclamé. “¿Qué les parece hacer la ola?, ¡probablemente sea la última oportunidad de hacer la ola en Turner Field! ¡Su última oportunidad! ¿Me acompañan?”

Unas pocas personas mascullaron que lo harían.

“¡Entonces vamos!”

Me senté nuevamente, y tan alto como pude, comencé a contar. “Uno … dos … tres … ”

Y entonces me levanté, alzando mis brazos y gritando “¡Whoa!” Me sentía como en un sueño, en el que no tuviera pantalones, pero ahí estaba, tratando de iniciar la ola, y allí estaban ellos , las desparramadas almas que me seguían. No podía parar, no podía darme vuelta, no podía mirar despectivamente a la ola, como siempre lo había hecho. Yo era la ola, así que me paré como un vendedor, pero en lugar de gritar “¡Algodón de azúcar!” o “¡Cerveza!” seguía exclamando "¡La última oportunidad de hacer la ola en Turner Field!" antes de sentarme, contar hasta tres y pararme agitando los brazos. Repetí el proceso al menos siete veces, transpirando profusamente, trabajando tan duro que me sentía como si hubiera estado gritando “¡Heave … ho! … ¡Heave … ho!” Pero la ola es un vasto idioma de solo una palabra, así que me quedé con el “¡Whoa!” y miré como la ola–mi ola–comenzaba en la Sección 120, donde estaba sentado con mi hija … y moría en la Sección 122 y medio.

¿Cómo fue ver algo que yo había iniciado llegar a un final ignominioso? Fue como todo–el final de una causa, el final de un movimiento, el final de una amistad, el final del amor. Me senté y comencé a contarle al hombre que estaba detrás mío sobre la época en que hacía música en los subterráneos de Nueva York y cuánto más difícil era hacer la ola. Entonces mi hija de 13 años preguntó, “Papá, ¿vas a contarle cada uno de los episodios embarazosos de tu vida?”

“¿Debería estar avergonzado?” le pregunté.

Se encogió de hombros–la apoteosis del gesto adolescente.

“¿Acaso tú te avergonzaste?” le pregunté.

“Yo no me paré”, me dijo.

“¿No te paraste?” Estaba trabajando tan duro para iniciar la ola que no me había dado cuenta de que mi propia hija había decidido no acompañarme. Medité mi propia mortificación durante un rato, hasta que llegó el momento de la séptima entrada. Titubeé antes de pararme; no quería pasar por todo eso nuevamente. Pero un niño detrás mío me invitó a pararme. Me estaba mirando directamente, asintiendo, como dándome permiso. No debía tener más de 3 años, pero sabía qué clase de tipo era yo, y de repente yo también lo supe. Me animé cantando con todos mis pulmones "Llévame al juego de béisbol", y él no solo volvió a asentir con la cabeza, sino que levantó sus pulgares. Allí mismo decidí intentar nuevamente la ola, cuando Syndergaard estuviera en el montículo.

El día que intenté iniciar la ola en Atlanta, Syndergaard había estado mandando tweets sobre el tema. Esto no era inusual. A Syndergaard no le gusta la ola; es conocido por no gustarle la ola, una postura que–teniendo en cuenta que la ola tiene 35 años de existencia–parece a la vez quijotesca y desesperadamente anticuada. De todas maneras, él se pronuncia contra la ola siempre que puede. Ese día envió tres tweets y usó el hashtag #banthewave, obteniendo 7,000 me gusta y 3,300 retweets para el último y mejor de todos: “Después de más investigaciones, se comprobó que los niños que hacen la ola tienen 5 veces más de probabilidad de abandonar la escuela. Está en Internet, debe ser cierto ¡Salvemos a los niños!”, Eso había sucedido dos días antes, y aquí estaba él, lanzando al final de la quinta entrada, 3-1 adelante, y allí estaba yo, acercándome a Mary Jo White nuevamente para hacerle cumplir su promesa. En el momento culminante de la entrada, yo había escuchado un rumor que corría en mi sección, y resultó ser un rumor que yo había provocado: “La ola está en marcha”. Uno de los asistentes personales de la presidenta estaba animando a la multitud, recorriendo los pasillos en ambos sentidos, asegurándose que los inspectores de cumplimiento y los auditores que presenciaban el juego supieran cuándo pararse y alzar los brazos cuando lo hiciera la jefa.

Una vez más, me arrodillé ante Mary Jo White. “¿Está lista?”

Asintió. “Es el final de la quinta”.

“Tengo que decirle algo sobre la ola” le dije. “Primero, es un trabajo duro, como remar en la galera romana de Ben-Hur. Segundo, que si muere, una parte suya también muere un poco. Nunca lo va a olvidar".

“No quiero estar bajo ese tipo de presión”, dijo ella, pero incluso entonces no dejó de sonreír, y cuando me trasladé a unos 10 asientos en sentido en contra de las manecillas del reloj y comencé a animar a quienes me rodeaban para hacer la ola, me imaginé que tenía algo para vender además de a mi mismo. No solo iba a estar haciendo la ola Mary Jo White, sino que la ola distraería a Syndergaard. ¡La ola ayudaría a que los Nacionales ganen el juego! Y me escuché decir “Vamos todos,” “saludemos a Noah … ”

Y luego conté en voz alta e inicié la ola. Lo mismo hicieron unas 100 personas cerca mío. Lo mismo hizo Mary Jo White, de alguna manera. Alzó sus brazos y repitió la sílaba mágica, “¡Whoa!” Pero no se paró. No se paró y no estoy seguro de que haya sonreído. Así que volví a intentarlo. “Uno, dos tres …”

Intenté siete veces y en un momento vi a casi todos los empleados de la SEC haciendo una ola que se extendía a lo largo del arco de la bandeja superior hasta que llegaba a una brecha en el diseño del Parque de los Nacionales –una especie de murallón incorporado– y moría. Al no sortear la brecha, no fue a ninguna parte, y cuando no fue a ninguna parte ... bueno, la ola no se alimenta más que de su propio impulso y se encoge al menor indicio de estancamiento. Y como en todos los aspectos de la vida, no hace falta una puntuación para saber cuándo está ganando el estancamiento.

Les diré lo que aprendí de todo esto: La pureza está sobrevaluada. Yo solía estar entre los puristas, satisfecho de permanecer sentado cuando los demás se paraban. Pero ahora que estaba tratando de persuadirlos a pararse, vi a los puristas tal cual eran–petulantes y rígidos–y prefiero asemejarme a aquellos que vinieron al parque buscando una excusa, cualquier excusa, para celebrar. Estos son ahora los míos, lo más cercano a amigos que estos podría considerar a estos completos. “¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!"

Yo seguía tratando de animar, pero al final Mary Jo White no solo no se paraba, tampoco alzaba sus brazos y llegué a ver la mirada de un hombre sentado unas filas detrás mío. Sacudió levemente su cabeza, con la preocupación de un verdugo. Admite la derrota, parecía decir su expresión. Miré a mi alrededor. Yo era uno de un puñado de personas paradas, gesticulando, orquestando vanamente. Cuando volví a mirarlo, sacudió nuevamente su cabeza, apenas un movimiento, y yo me senté.

Más tarde, me acerqué a White. Estaba sonriendo. Mientras conspirábamos para iniciar la ola, Syndergaard había perdido una ventaja de dos. Luego, a medida que nuestra ola vivió y murió, él ponchó por el costado. El orden se había restablecido; el arco moral del universo se había afirmado. “Sabe, es un juego bastante lindo” dijo ella.

“A la ola no le importa si es un lindo juego”, dije. Quería parecer filosófico. Pero sé que parecí molesto.

“Sí”, dijo la presidenta de la SEC. “Y es eso lo que odio de la ola”.

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