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Platea preferencial

BUENOS AIRES -- La maraña de equipamiento incluye teclas, pulsadores, relojes, pantallas, marcadores, luces testigo de quién sabe qué, herramientas, sistemas de comunicaciones, un volante con más botones que dedos para apretarlos y una pedalera con un detalle sobresaliente en el coche del piloto que tanto gana: el freno, en el centro, es cuatro veces más grande que el acelerador. Como si desde el equipo oficial Citroën le pidieran sutilmente a Sébastien Loeb que pare un poco, que les deje ganar alguna a los demás, que 69 victorias (39 más que el corredor que lo sigue en la estadística, el retirado Marcus Grönholm) y ocho títulos (idéntica cantidad al acumulado entre dos leyendas: Juha Kankkunen y Tommi Makinen) ya son demasiado. El tal Loeb, campeón desde 2004 hasta estos días, ex gimnasta, se empecina en querer más. Por eso aceptó de buena gana la llegada del finlandés Mikko Hirvonen -antes en Ford y tres veces subcampeón de Loeb- este año a la escudería. "Seb prefiere alguien que lo exija, que lo empuje a los límites. Y afortunamente se llevan bien", confiesa Yves Matton, nuevo director de Citroën Racing. Loeb es tan importante para la automotriz francesa con la que consiguió todos sus triunfos que la marca dejó ir a Sébastien Ogier, uno de los jóvenes más rápidos y consistentes del Rally Mundial que ahora desarrolla el nuevo Volkswagen, y Matton acepta que no dudaría en consultar al ocho veces campeón si tuviera que buscarle un nuevo compañero de equipo.

Sentarse donde lo hace Daniel Elena, navegante de Loeb en toda su campaña mundialista, supone una responsabilidad desbordante. Esta vez el piloto no espera nada de su pasajero en la butaca derecha. Mejor que ni hable. El propio Seb se dedicó antes a recorrer el camino por el que llevará a los pocos invitados y hasta modificó el trayecto porque el original le había parecido demasiado aburrido. La envoltura de las butacas a la altura de la cabeza, protección ante impactos laterales, hace más difícil verse las caras con el corredor. Además, el asiento destinado al acompañante está más cerca del piso que el del piloto en el afán por bajar el centro de gravedad del DS3 WRC. Total, no está para ver el paisaje sino para leer la hoja de ruta. La conexión del intercomunicador, a través de un cable con el casco, permite el diálogo claro: el bramido del motor y las explosiones del turbo suenan como melodía incidental de fondo.

En casi cuatro kilómetros, Loeb sólo pisará dos veces el embrague: para enganchar marcha atrás y dejar la carpa donde se alista el coche, y al final, cuando debe quitar el cambio y estacionar. Se trata de un pedal pequeño, similar al del acelerador, ubicado a la derecha en el trío con el cual Sébastien parece seguir pasos de danza. Las velocidades en la caja de sexta se engarzan con sólo jalar de la palanca ubicada bien cerca del volante y al lado del freno de mano. Un tirón hacia atrás sube al siguiente cambio. Un empujón hacia el tablero baja a la marcha anterior. Una pequeña pantalla, en el centro del tablero, muestra qué cambio está puesto para que el piloto tenga la referencia.

No pasa mucho tiempo hasta corroborar cómo maneja Loeb su DS3 WRC. Las únicas ocasiones en las que quita la mano derecha del volante son cuando cambia de marcha o utiliza el freno de mano en las curvas más cerradas o para jugar girando como trompo. El pie derecho nunca se aleja del acelerador. El izquierdo merodea el ancho freno y a menudo pisa al compás con el derecho para acomodar la trompa del coche en la entrada a una curva o acompañar el derrape del vehículo doble tracción con motor de 1.600 cc y turbo. Siempre manejó así, frenando con el pie izquierdo como si condujera un karting, contará en los segundos finales del viaje y ante la descarga de todas las preguntas guardadas durante tantos minutos de disfrute sin pedir explicaciones.

La sensación de dominio absoluto del hombre sobre la máquina sorprende tanto como la aceleración del Citroën, su reacción ante los cambios de dirección como si viajara en las vías de un Scalextric que jamás descarrila, y la capacidad para enterrar la trompa en una frenada. A veces parece un toro de rodeo, que apunta para un lado y embiste hacia otro. Y todo por voluntad del piloto, que prepara el derrape con medio giro de volante. Es capaz de viajar cinco, seis, siete segundos de costado en un amplio curvón mientras sólo las puertas le apuntan al camino. Y después pasará a casi 100 km/h por una callejuela en la que el auto apenas cabe, trepará al asfalto en el legendario Curvón Salotto del Autódromo de Buenos Aires para más derrapes y rozará los 200 km/h en sexta marcha antes de otra excursión por el campo.

Como si fuera un doble de riesgo de sí mismo, Loeb pasa de costado al lado de árboles y vallas, hace trompos en plena recta a la vez que baja cambios, divierte y se divierte, y devuelve el DS3 con un poco de tierra pero sin rasguños. Regala una sonrisa celeste y pregunta si gustó el viaje. Se entiende, entonces, por qué el monegasco Elena cuenta que aún se divierte como el primer día. Él está tan acostumbrado que va leyendo.