<
>

Calero ganó un juicio: la inmortalidad

Miguel Calero sufiró una retrombósis y luego se confirmó su muerte cerebral }

LOS ÁNGELES -- Nunca sabré si Miguel Calero lo ha leído. Lo que sí sé sin lugar a dudas es que lo ha convertido en un ritual de vida.

Lo fundamentó otro Miguel, de Unamuno, filósofo español, y seguramente lo hizo por y para algún Calero que conoció en su vida, y pensando en los miles de Caleros que las divinidades envían para hacer coherentemente equilibrado el mundo.

"Obra de modo que merezcas a tu propio juicio, y a juicio de los demás, la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir", escribió Miguel de Unamuno.

Así lo ha hecho Miguel Calero. Notarán ustedes: habló de él en el participio pasivo de la esperanza, en el participio pasivo de la fe. No en pasado.

Se le ha declarado muerte cerebral al portero que nació siendo colombiano y eligió el magnífico defecto de ser mexicano. Gracias por ello, Miguel. El diagnóstico es un veredicto, no una sentencia.

Muerte cerebral. Para los médicos equivale a la muerte, para otros, en este momento, equivale, todavía, a la vida. Recordemos: los médicos no autorizan la muerte, sólo la certifican.

Y los recuerdos desatan su Pamplonada. Así, en tropel, en estampida, como un tsunami de poderosas astas, así como los bureles en la Fiesta de San Fermín inundan Pamplona, las memorias nos traen los momentos perfectos, por irrepetibles, de Miguel Calero.

La escenografía estupefacta en la tribuna por sus acrobacias en el arco: ese ballet extremo desafiando la gravedad y la negativa divina de darle alas al hombre, para impedir que otro ser poderoso atléticamente como él, pudiera firmar su supremacía en la red. Aquella atajada a Saturnino Cardozo, el lance sobre Cuauhtémoc Blanco o la mirada socarrona cuando el proyectil lanzado desde el punto penal, marchitaba sus detonantes en sus manos.

Sus biógrafos de temporada podemos narrarle sus momentos de usurpación de funciones. Que un portero marque goles es una traición al gremio, un sinsentido, un absurdo de los absurdos.

Miguel Calero ha intentado sus goles tal vez para sentir el placer híbrido, mixto, para transportarse de ese éxtasis febril y efímero de evitarlos, por ese clímax febril igual, pero perpetuo, de marcarlos.

Así le hizo uno al Guadalajara, el domingo 11 de agosto de 2002, con seco cabezazo, en un partido de infarto, cuando el reloj se desangraba con los últimos suspiros, los últimos segundos del minuto 92.

Su entorno se llenó de buenas obras. Donaciones, visitas, charlas, consuelo, sanación a necesitados de todas las edades.

Y claro, recordar con indulgencia esos goles que debía tragarse porque era el recordatorio cruel, pero necesario, de que era un ser humano, que podía, que quería y debía aspirar a ese estatus ininteligible de la inmortalidad.

Lo real es que sólo los mortales aspiran a la inmortalidad, pero para ello hay un requisito doloroso: la muerte misma.

Calero es la excepción. Tal vez no despierte nunca como creen los médicos. Tal vez no regrese nunca de esta visita a la inconsciencia como aseguran sus especialistas. Pero, precisamente por eso, hoy, yo aquí, con la complicidad de la memoria colectiva del futbol lo declaro inmortal porque aún vive.