RIO DE JANEIRO (Enviado especial) -- "Yo nunca salí campeón del mundo". Las palabras son de un argentino que viajó a Río de Janeiro para ver la gran final ante Alemania. Algunos podrán decir que no son ciertas, dado que la Selección ganó dos títulos, en 1978 y 1986. Sin embargo, representan el sentimiento de una generación que aún no pudo experimentar en carne propia lo que significa la gloria de ganar la Copa del Mundo. Los sub 30, que hoy copan la capital carioca, sueñan con dejar de sólo imaginarse aquello que les contaron sus padres.
Los hinchas argentinos invadieron Río. Esto no es sólo una metáfora exagerada, es la más pura realidad. Desde este viernes, miles y miles de simpatizantes de la Albiceleste se movilizaron al país vecino y protagonizaron un éxodo sin precedentes. Caminar por Copacabana es como caminar por Villa Gesell un día de enero. Camisetas de River, Boca, Racing, Vélez, Platense, Chacarita y Deportivo Riestra pueblan las calles cariocas. El mate, el fernet y la cumbia desplazaron a las costumbres brasileñas del paisaje característico de la Cidade maravilhosa y los autos con chapas argentinas se multiplican. Todos vinieron a cumplir el sueño de dar la vuelta olímpica.
En este contexto, la enorme mayoría son jóvenes menores de treinta años. Sí, esos mismos que no llegaron a ver al Matador Kempes ni a Diego Maradona levantando la Copa que hoy duerme en el Maracaná. Esos mismos que crecieron con la certeza de que "somos los mejores" pero que la realidad los golpeó una y otra vez. Esos mismos que llegaron tarde para disfrutar los dos goles más legendarios de la historia. Esos mismos que sufrieron en 1994 el "me cortaron las piernas"; en 1998 el gol de Bergkamp; en 2002 el increíble empate con Suecia; en 2006 los penales y la injusticia contra Alemania y en 2010 el llanto de Maradona y Messi. Esos mismos que hoy tienen una ilusión concreta, posible.
"Yo nunca salí campeón", dice un porteño y a su lado asiente un cordobés y se suma un platense. Saben que en su ADN están los títulos del 78 y del 86, pero en realidad son ajenos, son de sus padres y de sus abuelos. Ellos los ven como dos estrellas que casi no iluminan. No porque no sean importantes ni porque no los valoren, sino porque es muy difícil darle la trascendencia real a aquello que no se vivió.
Estos miles y miles de argentinos viajaron a Río como pudieron: en avión, en micro, en auto, a dedo, en combi, en grupo, en soledad. Hay historias de todo tipo. Muchos son gente humilde, que tuvieron que vender bienes personales para llegar aquí. Son hombres y mujeres del fútbol, que van todos los fines de semana a alentar a su club y hoy tienen una cita que los trasciende, a ellos y a sus camisetas. Hoy están ante el momento que esperaron toda su vida. Por eso nadie quería estar lejos del Maracaná.
"Mis viejos me contaron lo que fue el 86. Yo tenía dos años, no me acuerdo de nada. Pero sé lo que significa jugar una final del mundo, porque sufrimos mucho en los Mundiales anteriores. Por eso quisimos venir con mis amigos", explica Carlos, un cordobés que llegó este mismo viernes a Río. A él no le importa demasiado no tener entradas, sólo quería estar en el lugar de los hechos, para no perderse detalles de lo que será un momento único e irrepetible.
La generación sin Copa entiende a la Selección Argentina de forma extraña, casi bipolar. A veces creen que "tenemos a los mejores jugadores", que "somos los candidatos a ganar todo", que "no podemos perder", pero en otras ocasiones las derrotas rompen toda esperanza y el pesimismo le gana a aquellas ideas positivas. Es que crecieron con esa idea de que "somos los campeones, tenemos al Diego", pero cuando tuvieron el entendimiento para disfrutar un Mundial, al Maradona omnipotente de sus padres le cortaron las piernas y, las pelotas que antes entraban, en sus partidos pegaban en el palo.
Hoy, por primera vez en su vida, muchos argentinos verán su camiseta en el partido más importante del mundo, en el juego que le da sentido a todo lo demás. Algunos todavía no creen que el día tan esperado por fin llegó. Aún no son conscientes de que se armó un equipo con carácter, con actitud y con la decisión de ir a buscar la gloria. Que por una vez todos tiran para el mismo lado, que la solidaridad se ve en cada pelota dividida, en cada ataque del rival. Es lo mismo que disfrutaron sus padres, es lo que habían leído como si fuera una fábula. Hoy lo viven en carne propia. Nada es más merecido.
"Venimos a buscar la Copa que soñamos desde que empezamos a ver fútbol", dice el líder de un grupo de amigos que llegó hace minutos desde Buenos Aires. Todos tienen entre 20 y 30 años, como la enorme mayoría de argentinos que coparon Copacabana, Leblón y Barra. Es esa generación sin corona que el domingo tiene la oportunidad de conseguir una victoria que recordarán el resto de su vida. Así de maravilloso es el fútbol.