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Mou y Chelsea, víctimas de su propio verdugo

LOS ÁNGELES - Fascina el futbol porque rebasa la fantasía. Sus leyendas superan a los mitos. Las epopeyas son almas mellizas de las tragedias.

Y en el drama, con la fatalidad consumada, hasta el que sufre, hasta el que sucumbe, agradece ser el coprotagonista de historias que alquilan asientos de perpetuidad en la memoria. Y ocurre que hasta los héroes quedan en deuda con los villanos.

Y aunque la nación celeste del Chelsea se llena de desencantos sin FA Cup y sin Champions y le duelen las promesas petulantes e incumplidas de José Mourinho, en el fondo, el fracaso secuencial les redime por ser actores de una épica sublime en este 2-2 (3-3), que por el gol de visitante unge al París Saint Germain de eterna vida efímera para los cuartos de final.

Pero las formas importan. Hay maneras de ganar y maneras de perder. El PSG había sido arrojado a la fosa común al minuto 31: su figura, Zlatan Ibrahimovich, fue encarcelado con la roja. La misión improbable se convertía en misión imposible. Pero el arcano silencioso demostraría que 10 pueden ser más que 11.

Para entonces, confiados y serenos, los apostadores en Las Vegas habían cerrado las ventanillas. La obviedad, parecía entonces, se había consumado.

Porque encima, el dueño de supermercados y salones de belleza puso como mercancía en oferta las patadas para que el Chelsea despeinara a los franceses. El holandés Björn Kuipers iría perdiendo control del juego y su aberración mayor fue ir perdonando exabruptos de Neanderthal a un futbolista que solía ser notable, como Diego Costa.

Y Mourinho es un verdugo que no lleva prisa. Menos cuando parece que el patíbulo está montado y que la ejecución puede consumarse cuando sea necesaria, tronchando el pescuezo de la víctima con crueldad extrema.

Cómodo, porque el 0-0 era salvoconducto a la pista de baile exclusiva para los ochos grandes aspirantes a la Orejona, fue urgiendo de paciencia a un esquema nominalmente agresivo, letal: Fábregas, Ramires, Diego Costa, Óscar y Hazard, el alfil belga vigoroso y notable de la partida lanzada por Mourinho.

Pero el PSG solo estaba herido porque aún tenía estertores y convicciones de hazaña. Y tras la ventaja de Cahill, llegaría la furia de un desdeñado por Mou: David Luiz regresó al reino de sus proezas, pero esta vez con ropaje francés y encumbraría el 1-1 (2-2) al manicomio del marcador y las especulaciones, resorteando desde el alma con tantas revanchas acumuladas.

El agónico, con un miembro amputado, por la roja a Zlatan, amenazaba. Los apostadores en Las Vegas, pusieron de nuevo en el mercado de valores de la avaricia las especulaciones. PSG inquietaba, azuzaba nervioso a Mourinho, quien hasta sonreía, entre el escepticismo y el agnosticismo. Porque el portugués ha dado órdenes estrictas para que los milagros no entren a Stanford Bridge.

¿Suficiente fantasía? ¿Suficiente ficción? No, porque se venía el largometraje hasta sumar 120 minutos. El drama no acepta secuelas, sino secuencias porque es la Champions y no un cortometraje vulgar.

Thiago Silva elige ser villano. Una mano demasiado inmoral y tonta para un duelo de Champions. La pelota al punto penalti y Hazard canjea suavecito, por el centro, mientras que Sirigu se lanza a la izquierda buscando fantasmas de su precipitación. Y Mourinho ya no caminaba, se pavoneaba. Miró el reloj y concluyó que estaba a 24 minutos de los cuartos de final.

Chelsea seguía defendiéndose y conteniendo con 11 los ímpetus de 10, y el peinador con hobby de árbitro se asociaba con la disparidad de fuerzas. Hasta que al minuto 113, el mismo hombre que se había vestido con la Piel de Judas hizo el truco e hizo el trueque para vestirse de redentor.

Todos fueron a perseguir a la amenaza brasileña con una maleza en la cabeza. David Luiz forcejeaba con medio Chelsea. Cuando el citatorio de Thiago Motta descendía en el área apareció Thiago Silva. Cabezazo letal que le cortó a Courtois y a la nación de Chelsea la respiración. 2-2 (3-3).

La justicia en la cancha encontraba la desigualdad en el reglamento. La desigualdad en la cancha encontró justicia en el reglamento.

Y los apostadores de Las Vegas se fueron a la bancarrota.

Stanford Bridge era el rostro del holocausto. Los gritos festivos terminaron en sollozos dolientes. Los milagros son bien vistos sobre cadáveres ajenos. Los dos sorbos de miel que les ofrecieron Cahill y Hazard terminaron atragantándolos de hiel. Y mientras, el universo del futbol, sobrepoblado de antimourinhismo, se unía a la fiesta francesa.

Y Alejandro González Iñárritu preguntó de quién era semejante argumento insano, demencial que rayaba la incredulidad. Vio el potencial de otro Óscar con semejante rodaje alucinante en los octavos de final de la Champions. Del Birdman lunático a los dos bureles voladores asesinos del Chelsea: David Luiz y Thiago Silva. Y que Donald Trump vomite de rabia.

Por eso, las formas sí importan. La pasión heroica del PSG merecía la recompensa ante la pasión insana del Chelsea. Los ingleses querían consumar una historia prevista. Los franceses querían resucitar de entre sus propios muertos.

Y para que Francia prevalezca en esta revisión, Moliére apostilló una frase para Mourinho hace 345 años: "Il n'y a pas de prise de conscience sans douleur (No hay toma de conciencia sin dolor)".