VALPARAÍSO -- Gonzalo Jara hizo indigna la dignísima victoria de Chile. El futbol bastaba para firmar el pase a semifinales. Pero Jara tenía que percudirlo. Jara tenía que enlutar con oprobio el derecho festivo a un traje de gala.
Más allá del gesto procaz, obsceno, la provocación alevosa, premeditada, del andino sobre Edinson Cavani, transformó lo que había sido una lucha masculina, en una victoria emasculada.
Con once hombres en la cancha, Uruguay discutía la supervivencia a su estilo. Poco estético, poco exquisito, poco encantador, pero legítimo como parte de la historia misma de la selección celeste.
Siempre fue mejor Chile. Dejó constancia de ello. Salió nervioso, precipitado, atropellado, inquieto, titubeante. El primer tiempo se le escurrió en querer, sin saber cómo y sin poder entenderse a sí mismo.
Los esfuerzos de claridad de jugadores como Isla y Valdivia abortaban en balones rebotados, mal controlados, mal entregados, mal protegidos, mal perfilados, por futbolistas del corte de Alexis, Aranguiz, Vargas y Vidal. Y hasta Medel parecía un mastín enloquecido, que iba al choque hasta con los propios.
El segundo tiempo trajo la metamorfosis deseada en La Roja. Y Uruguay siguió siendo Uruguay. La transformación le indicó la ruta de la victoria a Chile. Y Uruguay entendió que seguiría sufriendo, pero seguiría anhelando.
Isla, el mejor jugador de Chile, encontró en el gol el premio a la persistencia propia y a la rehabilitación de su equipo.
Las respuestas de Uruguay fueron insuficientes, pero la más peligrosa fue el disparo de Sánchez, y una precipitación en la salida de Bravo, pero, mientras estuvieran once en la cancha, Cavani obligaba a dos chilenos a perseguirlo y a encender luces en otros caminos para sus compañeros.
Hasta que llegó Jara. Musitó algo al oído de Cavani, en un acto impropio de un espectáculo público, de un futbolista profesional, de un encuentro que había sido éticamente intenso, e incluso irrespetuoso hacia su propia selección que ha hecho del juego limpio parte de los valores competitivos de su gesta.
Cavani reaccionó. Ni siquiera con violencia. Ni siquiera en proporción directa a la forma en que Jara hurgó en su humanidad de manera ramplona. Pero el quisquilloso y sospechoso silbante brasileño Sandro Ricci le recetó otra amarilla y el pasaporte ignominioso de La Roja.
Uruguay quedó dañado. Desconcertado. Asumiendo que la culpa era absolutamente de Cavani, víctima éste de la tensión azuzadora originada por el trance de su padre, quien se vio envuelto en trance automovilístico con saldo de una persona muerta.
Las imágenes recompondrían el escenario de manera dramática. Ni Jara era la víctima ni Cavani el verdugo. La teatralización de Jara, la torpeza arbitral y la respuesta apenas agresiva de Cavani quedaron expuestas.
El video trastocó la percepción y condiciona a los organizadores y a su Comité Disciplinario. Con la evidencia de que la agresión y la provocación se originan en Jara, la forma de revisar puntualmente el video, los hechos, la cédula arbitral, tendrá que darse bajo otro perfil.
Ante los hechos, más allá de lo que el silbante Ricci creyó ver y decidió consignar, la suspensión debería darse sobre Jara y Cavani debería ser indultado, porque de otra manera, sus tres partidos de eventual suspensión coincidirían con los de Luis Suárez, todos punibles dentro de la mismísima eliminatoria mundialista que arranca en octubre.
Ni Uruguay merece dos castigos: la derrota y una suspensión a Cavani. Ni Chile merece dos premios: la victoria y, encima, el indulto impune a Jara.