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Más allá de ese guiño del gitano Gignac

LOS ÁNGELES -- Su cabriola sigue dando giros en el universo insaciable, voraz, de las redes sociales. Una estampa de esas que regocijan a cualquier futbólatra. Una postal que convierte en primavera cualquier campo áspero de futbol.

Egidio Arévalo Ríos ratifica que en el fondo, sí, muy en el fondo, tras esa facha y ese oficio de picapedrero, de demoledor, se esconde un exquisito. Se viste de hollinero en la cancha, pero saca de repente una azucena de su lodazal.

Y el uruguayo lo hizo ante Chiapas. Parecía, el trazo, un apéndice de ese Libro de Oro de su Pataruzú. Pero, pobre Egidio, cuando hubo y tuvo para deslumbrar con un destello de arte, a André Pierre Gignac se le ocurre montar su propio museo.

Egidio metió el balón a la zona de fusilamiento de Chiapas. Sus defensas salían de la plazoleta. Gignac regresaba entre esa escolta, cuando el satélite del uruguayo viajaba y bajaba al desafío gitano, sí, gitano, de su imaginación.

¿Estaba en fuera de lugar? Milimétrica, tozuda, remilgosa y melindrosamente, sí estaba adelantado. Suficiente para el reglamento, insuficiente para el árbitro.

Gignac se olvidó de todo y de todos. La pelota flotaba, paciente, trucada, como escena de Gravity, en ese espacio mágico, donde él debía intuir más que elegir, reaccionar más que decidir. Y lo hizo.

Egidio se asombraba a sí mismo del telegrama balompédico que había enviado. Un citatorio de gol. Los zagueros de Jaguares se azoraban. Y Gignac reaccionó como bestia, como goleador, como gitano. Como Tigre.

El catálogo descriptivo de esos remates es ambiguo. Y el francés lo confundió más. ¿Tijera? ¿Chilena? ¿Guiñaquiña? El Circo Atayde y Cirque du Soleil aún revisan el video.

Pero el atacante de Tigres emuló a las decenas de saltimbanquis que debió ver regateando centavos a cambio de esas piruetas callejeras en los tianguis franceses, donde él mismo, en algún momento, vendió ropa, hizo encargos e hizo, como si fuera La Corte de los Milagros de Víctor Hugo, maniobras mágicas para sobrevivir.

Tras la maroma, tras la sorprendente machincuepa, Gignac pesca el balón en ese brevísimo latido silencioso del estadio. La contemplación muda y afónica del remate fue el azoro de la tribuna.

El balón terminó donde deben terminar todas las orfebrerías majestuosas: en el museo. Y en el futbol, la única pinacoteca de la cancha es la red.

Irónico que la ejecución misma rebasara al gol, aunque sin el gol, la cabriola sería apenas una anécdota. La pelota, el marcador, Egidio, el resultado, el rival, terminaron siendo accesorios del lance circense de Gignac.

Y el francés debió beberse la escena. El orfeón gigantesco, estruendoso, desbordado, conmovido. Porque Gignac lo sabe: la población entera de su comunidad, de su pueblo natal, Martigues, cabe perfectamente en el Estadio Universitario de Monterrey.

Pero el arrullo masivo del francés va más allá del gol. Va más allá de un momento. Llegó a Tigres cuando pudo insistir en la Premier o en la Ligue 1.
Y desde el primer día se sintió en casa, aunque Monterrey le recuerde poco, muy poco a su hábitat natural en Francia. Una madrugada de año nuevo en Monterrey tiene más escándalo y bullicio, que la noche más festiva de Martigues.

Gignac ha pagado bien por su proceso de adopción. Goles. Humildad. Identificación. Cercanía de la raza y a la raza.

Este futbolista de sangre gitana, de hábitos gitanos y gitano de oficio cuando el hambre urgió, tuvo su momento de consagración en la jactanciosa y exigente sociedad regiomontana cuando hace dos semanas le marcó a Alemania jugando para Francia y con su festejo hizo la seña con los dedos entrecruzados de la facción de Libres y Lokos. Salve César.

Ese día, con un gesto inesperado, espontáneo, al otro lado del mundo, Gignac le guiñó el ojo a Tigres, a Monterrey... y hasta a los del Monterrey.

Los medios regiomontanos consignan que hoy son registrados más Andrés, Pierres o Gignacs en el Registro Civil neoleonés que los alguna vez tradicionales Eulalios y Laureanos. Hoy se es más regio que el cabrito, si el cabrito en pañales se llama Gignac.

Su último sueldo registrado en Francia era de 4 millones de euros. Algunos medios mexicanos aseguran que se mantiene ese salario con Tigres. Unos 70 millones de pesos. Recibe cuatro veces más que el total de la Colecta Anual de la Cruz Roja en Nuevo León en 2014.

Pero, Gignac no es culpable de la austeridad o desdén de los habitantes de Nuevo León, ni de la cotización de sus artes como futbolista.

Hoy Gignac es sin duda una referencia del tipo de futbolistas extranjeros que se necesitan en un balompié invadido de jugadores a veces desconocidos hasta en sus países.

Y muchos de esos negocios del bandidaje de promotores, muchos, casi todos, nunca llegan a encantar, a seducir, como lo hizo Gignac con un guiño desde el otro lado del mundo.