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Messi, la última palabra del Esperanto

LOS ÁNGELES -- Con el hartazgo faraónico, caligulesco casi, del Barcelona, contrasta la inanición de Argentina. Lionel Messi es la referencia y la diferencia.

Otro Balón de Oro. El mismo Messi lo reconoce: "cambiaría los cinco por un título mundial con Argentina" .

Contrastes. Ironías. El universo lo aclama y Argentina sigue en la vigilia amarga de la antesala. Al universo poco le importa lo que Messi dé a Argentina, como a Argentina le importa poco lo que Messi solace y embelese al universo.

La entrega del Balón de Oro para Messi vuelve a ser una obviedad. De hecho, con un arranque impresionante en 2016, Leo advierte que en un año volverá por otra de esas esferas místicas y míticas.

De hecho, sus grandes competidores son sus súbditos: Neymar y Suárez. ¿Cristiano Ronaldo? Necesitaría rebasar todas sus campañas anteriores y que el Real Madrid se le sumara impecable e invencible en esa travesía.

Dejemos de lado al Messi titubeante, indeciso, desconcertado, frígido, que juega de albiceleste. Alguna tormenta debe desatarse en su interior para que en dos finales magníficas, ante Alemania en el Mundial, y ante Chile en la Copa América, yerre, como ha errado, opciones de gol que ha consumado por decenas con el Barcelona.

Habrá quien diga que la calidad de los entrenadores o habrá quien diga que la calidad de sus compañeros son explicaciones o justificaciones de porqué a Argentina le entrega finales amargas y a Barcelona trofeos eternos. La eternidad la dan los museos, no las anécdotas.

Cierto: los genios absolutos consuman las grandes hazañas con peones o con alfiles. Lo hizo Maradona y lo hizo Garrincha, porque O'Rei, el mejor de siempre, estuvo escoltado por grandes futbolistas.

Como futbolista, Messi jamás llegará a sentarse con Maradona, quien asumía el báculo de caudillo, cuando es evidente que el gafete de capitán se resbala del bíceps de Leo.

Pero, en su escenario, en su reino, en su mundo, en su horizonte, nadie puede cuestionar hoy que Messi es un deleite aún entre ese actual estilo frecuentemente anodino del Barcelona para jugar al futbol. Gana hoy, pero sin encanto, sin cautivar, sin el regocijo del segundo a segundo. Pero Messi, Neymar y Suárez, le ponen un clavel al hombre de gabardina gris.

Injusto fue no entregarle el premio Puskas. En 12 segundos, Messi condensó la generosidad de sus recursos. Dislocar esqueletos, bajo vértigo, en espacios ínfimos, atisbando al rival, al que seguía, y la meta suprema del arco, no hay otro futbolista capaz de recrearlo tan inmaculadamente.

Sólo alguien puede superar ese gol de Messi al Bilbao. Y es el otro Messi. Ese que ya dentro de este mismo Messi, inconscientemente, gestiona cómo hacerlo mejor, más rápido, más ladino, más pícaro, y más ornamentalmente letal una próxima vez.

Lejos de ser perfecto, la suma de sus imperfecciones banales y venales (fisco, Las Vegas, desdén a escoltas, etc.), no lo denigra, sólo lo humaniza, porque en ese inagotable carnaval, de frecuencia casi semanal, de crear goles y criar goles ajenos, despierta sospechas sobre el motor prodigioso de este diminuto con cara de despistado y modales en el área de asesino de Quentín Tarantino.

Y esa es la realidad. Argentina puede languidecer trémula ante la ironía de tener al mejor del mundo, pero no poder tener lo mejor del mundo, mientras el resto de la humanidad hace de la palabra Messi la última del esperanto, y lo viste de la túnica sin fronteras: la blanca fascinación de la idolatría.