SANTO DOMINGO - Como una burbuja de jabón se explotó en Santo Domingo la ilusión óptica que dejó el triunfo de Cuba en la Serie del Caribe del pasado año en San Juan.
El paso de la selección cubana, disfrazada del campeón Ciego de Ávila, por el certamen caribeño en el estadio Quisqueya Juan Marichal dejó al descubierto un nivel demasiado inferior en comparación con los otros cuatro países de la región que participaron en el evento y que se enmascaró en el milagroso triunfo de un año atrás.
Incluso, si se les compara con los dominicanos, con todo y que los Leones del Escogido se fueron en blanco con cuatro derrotas y los Tigres avileños pasaron agónicamente a la etapa semifinal.
Y es que la escuadra quisqueyana perdió cada uno de sus juegos por pulgadas, tres de ellos por diferencia de una carrera, otro por dos anotaciones, y en extrainnings ante Venezuela, Puerto Rico y Cuba.
Las derrotas de los cubanos fueron por palizas, dos frente a los mexicanos y una ante los boricuas, antes de caer en cerrado duelo contra los venezolanos y conseguir un agónico triunfo sobre el Escogido.
Con todo y el título de campeón defensor, Cuba apostó más a un golpe de suerte que les permitiera repetir el milagro de San Juan, que a las habilidades de sus jugadores.
Pero esta vez no hubo sorpresa salvadora porque los cubanos vienen a competir en condiciones de desventaja en relación con sus rivales.
No, no se trata de la constante fuga de talentos, que le impide venir con sus mejores peloteros. Tampoco dominicanos, puertorriqueños, venezolanos y mexicanos llegan al torneo con sus figuras de mayor renombre.
Y tampoco los tendrán el día en que se concrete el esperado acuerdo con las Grandes Ligas, porque los jugadores seguirán partiendo a Estados Unidos, aunque lo hagan de manera legal y sin necesidad de arriesgar sus vidas en una balsa.
Las autoridades beisboleras cubanas tienen que despojarse de complejos y conceptos obsoletos, condicionados políticamente, si quieren de verdad devolverle a la pelota de la isla el lustre de antaño.
Un torneo nacional con 16 equipos es sencillamente insostenible, por muchas variantes de rondas preliminares que vayan tratando de concentrar el talento.
Cuba necesita reducir la cifra a no más de seis u ocho conjuntos, olvidándose de la territorialidad actual, de uno por cada provincia.
Pero sobre todo, se requiere la profesionalización, tanto conceptual como económica del béisbol cubano.
Conceptual porque debe el deporte nacional cubano adaptarse a las nuevas realidades, donde cada uno de los 25 integrantes de un equipo tiene una función definida, que deje poco o ningún espacio a la improvisación.
Desde hace mucho, los managers en la isla, tanto en certámenes locales, como internacionales, se acostumbraron a usar a los pitchers a su antojo, sin planificación alguna, según la necesidad del momento.
Así vimos por años a abridores naturales, como los pinareños Omar Ajete y Pedro Luis Lazo, como cerradores en la selección nacional, pero luego volver a iniciar partidos en el siguiente certamen cubano.
De hecho, los cuerpos de serpentineros de los equipos Cuba son conformados por puros abridores y ocasionalmente, algún relevista, como Liván Moinelo y José Angel García en esta edición del torneo caribeño.
En eventos cortos, como Series del Caribe y Clásicos Mundiales, la mayor necesidad está en el pitcheo de relevo, que apoye a una rotación de sólo cuatro hombres, cinco a lo sumo.
Vimos a jugadores que desconocían los fundamentos elementales del béisbol moderno, bateadores incapaces de ejecutar jugadas y métodos de dirección basados en el nerviosismo y la improvisación.
Es fundamental que los peloteros asuman el béisbol como su trabajo y no como un medio de escapar de las penurias del día a día o para exponerse en una vitrina internacional a la espera de una oferta que los lleve a las Mayores.
Una cosa es ser profesional y otra jugar a ser profesional. Sólo Yukieski Gourriel mostró un nivel superior.
Los jugadores y sus dirigentes tienen que ser profesionales en todo, dentro y fuera del terreno, con las responsabilidades sociales que ello implica, tienen que aprender a relacionarse con los medios, a ser cuestionados, sin tomar las críticas como algo personal o nocivo para el sistema político que impera en la isla.
Pero además, profesionales con los beneficios económicos que conlleva dedicarse en cuerpo y alma y a tiempo completo a esa actividad, sin las preocupaciones extradeportivas de quienes tienen que salir a luchar el pan de cada día a como dé lugar.
Si los equipos pasan a ser empresas privadas con la capacidad de contratar jugadores, según sus capacidades financieras, entonces podrán atraerse a la liga doméstica peloteros importados, que ayudarán a elevar el nivel del certamen cubano.
No tienen incluso que ser peloteros nacidos en otros países. Basta con llamar a jugadores cubanos que ya han crecido deportivamente por su paso por otras ligas foráneas y tienen mucho que aportarle al béisbol de su país natal.
Pero para ello, entre otras cosas, hay que desterrar definitivamente esos epítetos de traidores y desertores que se le han endilgado por décadas a quienes, ya por discrepancias ideológicas o por el deseo de una vida mejor, deciden buscar nuevos aires.
Hay cubanos que ya dejaron de ser material de Grandes Ligas, pero que les queda todavía gasolina en el tanque y un caudal de experiencia para desempeñarse en otros certámenes regionales.
¿Dónde mejor que en el mismo béisbol donde nacieron como peloteros?
No tengan miedo a los cambios. Cuando Fidel Castro eliminó el profesionalismo en 1962, el nuevo sistema, a pesar de ser cualitativamente inferior, tuvo que conquistar a un público acostumbrado a una liga profesional consolidada por más de siete décadas de existencia y lo consiguió.
Si los cambios que se necesitan son para mejorar un espectáculo decadente, la tarea de enamorar a la fanaticada será más fácil, aunque para ello se requiera de altas dosis de valor, buena voluntad y mucho trabajo que saquen del inmovilismo al béisbol cubano.