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Cuauhtémoc Blanco... el Invierno del Patriarca

LOS ÁNGELES -- Su interrumpido y gradual retiro tiene más escalas que el camión destartalado, reumático, artrítico, constipado, achacoso, humoroso y humorista que lo trasladaba del páramo de Tlatilco a las fantasías en Coapa.

Casi dos horas de penosa, sudorosa, hedionda y folklórica ruta. Vía Crucis de la esperanza. En el viaje de ida y vuelta, subía y bajaba el equivalente a media tribuna del Estadio Azteca. Y el entonces ídolo en el anonimato, jorobado, abrazaba una maleta de segunda mano, con zapatos de segunda mano, para un crack en ciernes de Primera Plana.

Cuauhtémoc Blanco inaugura, este sábado, ante Morelia, finalmente, el mausoleo y el museo de su historia arrabaleramente fascinante. Podía vestirse de frac o engendrarse de granuja. Faraón de barriada y callejón, firmaba sus lienzos de futbol y festejaba con la bajeza inesperada de su ralea. Al demonio le brotaba satanás.

Ponía a un estadio de pie o de rodillas, que se hinchaba los pulmones de idolatría para vitorearlo, mientras él, como palurdo, se echaba a cuatro patas, o tres, y vulgarmente alzaba la patita como perro para orinar ante el arco de Félix Fernández, o desfallecer como Cleopatra aburrida e inapetente para restregarle una obra de arte de gol al Atlas de Ricardo LaVolpe.

Y media tribuna, entonces, se enervaba y crucificaba la memoria de su señora madre, con los clavos ardientes del repertorio más procaz. Mientras, la otra mitad de la tribuna lo ofrecía, lo ofrendaba al cielo de los ladinos, cínicos y sinvergüenzas para indultarlo.

Este sábado, colgará, finalmente, el pellejo honorable del mejor número 10 nacido en México. El redentor dos veces de un Tri agonizante, con estertores execrables de muerte, tras las gestiones fatídicas, fatales y fatalistas de dos entrenadores que lo ningunearon: Enrique Meza y Sven-Göran Eriksson.

El dictador de Gabriel García Márquez en El Otoño del Patriarca contempla a su mellizo, lascivo, futbolístico y chilango, en el Invierno del Patriarca del futbol mexicano, El Jorobado de Nuestra Señora de Tlatilco. Porque El Cuauh abusó de todo, de todos, pero especialmente de sí mismo.

Hecho de la madera bruta y vulgar, pero sólida, irrompible, generosa, de los ídolos mexicanos, su paralelismo alucinante con otras leyendas refleja que mientras más se sufre y hace sufrir, más se burla y más provoca burlas, más genuina es la adoración pagana que cataliza. Porque, dice el Nuevo Testamento, a los tibios, hasta Dios los vomita.

Los ídolos se curten en barro callejero, no en porcelana delicada. En especial cuando en el nombre se lleva la cachondez de la tragedia programada: Cuauhtémoc, cuyo significado en náhuatl parece un estigma: "Águila que cae".

Entre el tlachicotón, el neutle, el pulque pues, del Púas Olivares, y la versatilidad etílica de Cuauhtémoc, al final, los alía -casi incestuosamente-, como donjuanescos compinches, cualquier balanceo rumbero de sísmicas caderas melancólicas, especialmente, si eran ajenas.

Al final, la idolatría, el fetichismo de la afición, se ejerce mejor si ese profeta maligno es tan espléndido y cautivante en el deporte, como golfo y pervertido en sus más altos empeños por escalar sus más bajas pasiones. Los tótems de la tribuna no deben ser divinos, sólo divinizados.

El homenaje de este sábado es una infamia. Una deslealtad de El Nido. De su nido. ¿Ante Morelia? ¿En un día gris con un América gris ante un rival gris?

Aunque siendo más del perfil malandrín de los hermanos Pinzón, ¿pero el 12 de octubre, el día del Centenario del América, no debía ser El Temo el Cristóbal Colón totonaca de Coapa?

Pero Cuauhtémoc aceptó. Porque sus rodillas se deforman cada vez más. Su joroba mítica se acentúa. La edad y el desgaste le erosionan, le herrumbran las piernas. "El tiempo es un delincuente", explica Alberto Cortez.

Porque éste, El Jorobado de Nuestra Señora de Tlatilco, no quiere irse como otra leyenda, como lo hizo Salvador Reyes, con Chivas, dándole una rotación inocua a la hordita amada.

No. Él quiere colgar el mismo día un balón de la red y del marcador; y su camiseta en la memoria eterna del azoro popular, y los zapatos de la pinacoteca americanista... y sí, claro, si puede, si las reumas de sus 43 años se lo permiten, vejar al adversario y burlarse de su glorificada y glorificante fechoría, con un obsceno festejo,

El Nureyev de la Cuautemiña; el despatarrado karateka de parodia de cine mudo en el fantástico gol a Bélgica; el gandul que golpeó reporteros y aficionados y colegas, y el gandalla que inseminó a mujeres ajenas y saltó de balcones de prostíbulos, ya retirado de esas dantescas peripecias, en tanto, está listo para el homenaje.

Escribió el francés Gustave Flaubert: "A los ídolos no hay que tocarlos: se queda el dorado en las manos".

Cierto. Los ídolos son como las muñecas rusas, como las Matrioskas: tienen varias pieles, varias capas, varias ellas de ella misma. Y al final ni son tan grandes como sus virtudes ni tan pequeñas como sus pecados.

Y de este Cuauhtémoc Blanco, en el Invierno del Patriarca del futbol mexicano, hay que venerarlo, por esa piel dorada adulterada, pasando por la epidermis de cobre, hasta su propio corazón de barro y de barrio.