CHICAGO -- ¿Cómo no recordarlo? ¿Cómo? Cómo si es más genuina, leal y fiel mi memoria que todos los videos de YouTube. ¿Cómo olvidarlo?
El granuja, el pibe de arrabal, de potrero, ya había puesto de rodillas a la Reina (Dios la salve de D10s) y a sus súbditos, con la chapucera mano superando a Shilton.
Aún entre los tramposos hay clases sociales. A estos, a los Diegos, se les llama magos. El resto, viles mendigos y delincuentes.
El 1-0 hacía sangrar al Palacio de Buckingham. El tunecino Alí Bennaceur había legitimizado el hurto más canalla en la historia del futbol, más incluso que el gol fantasma de, mire usted, Inglaterra a Alemania, en la Final de 1966.
'La Mano de Dios', diría después Diego. Claro, no era La Mano de Dios, pero sí, La Mano de D10s.
A veces, sólo a veces, en el deporte, el más horrendo de los crímenes, recibe la penitencia con el más fascinante de los indultos.
Ese día ocurrió. 22 de junio. Estadio Azteca. Cuando aún le cabían a su majestuosidad 124 mil majestuosos corazones en delirio.
¿Cómo olvidarlo? Para qué olvidarlo. Cómo no recordarlo. Porque estaba ahí, en la tribuna de prensa del Azteca. En la fila de atrás, regalo del destino, la Legión de Honor del periodismo deportivo.
Los había leído, vorazmente, cada semana, con semanas de retraso, en El Gráfico, aquel Gráfico, que a veces hurtaba y a veces compraba. Era la mejor academia vía postal, de periodismo deportivo. Docencia absoluta. El arte de investigar. De hacer de historias comunes, epopeyas.
Onésime, Juvenal, Cherquis Bialo, Proietto, Gorín y hasta alguien me dijo que seguro estaba ahí el espíritu de Borocotó. Me sentí bendecido: debía entregar la crónica para El Heraldo de México del partido más codiciado antes de la Final del Mundial de México. Y detrás, los maestros, sin saber ellos de ese anónimo escolapio por correo.
Segundo tiempo. Y Diego Armando Maradona, una vez más, coreado por la devota idolatría de la tribuna.
Y uno sabía cómo comenzaría aquello, con ese regordete melenudo, bajito, con la pelota menos lejos que un arrumaco de tango. Uno sabía cómo comenzaría, pero nunca sabía cómo terminaría.
Pero aquello se fue insinuando. Y las gargantas comenzaron en murmullos. In crescendo. Hasta los alaridos.
Porque Diego abate a la guardia personal de la reina. Scotland Yard aún busca levantarle cargos. Ni Dios salvaría a la Reina de la invasión de D10s.
Y Maradona recibe del Negro Enrique en su propia cancha. "Mirá Diego, que te di medio gol en ese pase", bromearía Enrique después.
Y comienza la obra más grande en la historia del futbol mundial. Nueve segundos. Doce toques lascivos a la piel tersa de durazno de la gordita blanca.
Diego, pisa, gira, amaga, piruetea. Maestro, música, que el baile comienza. El vals apresuradito de los nueve segundos.
Y se deshace del primer mastín, de apellido Beardsley. Maradona hace del serpenteo y el vértigo un cromo pendulante. Su baja estatura es cómplice de su centro de gravedad.
Los desalmados y desarmados ingleses ya no buscan la pelota, buscan la humanidad del holograma vivaz que transita en tercera dimensión. Estatuas de sal.
Desde las alturas del Estadio Azteca la travesía al Buckingham de Shilton parecía un laberinto inexpugnable. Un callejón sin salida. Pero donde los vulgares ven murallas, Diego ve pasadizos, ve atajos.
El Hércules chaparrón se lanzaba cobre el Cancerbero de seis fauces babeantes y con ojos inyectados de odio. Tenía una espina aún para el Equipo de La Rosa.
La coreografía del asombro en la tribuna. Una danza tribal. De cuerpos y de voces. Nos empezamos a poner de pie. Sí, de nuevo, in crescendo. Y no en homenaje a los cadáveres ingleses exhumados de frustración, caídos en el césped de la catedral mexicana. No. Sino porque Diego Armando Maradona empezaba a pintar su propio mural del Juicio Final en la Capilla Sixtina del futbol universal.
124 mil testigos del asesinato perfecto. Y la cabalgata de Maradona en el corcel invisible de la gloria, con la doncella blanca como bayoneta de perfidia.
Diego entregaba un crisantemo a cada rival caído. Para su tumba. Los aniquilaba de asombro. Si el propio Pelusa no sabía qué inventaría en la siguiente acrobacia, con la musculosa delicadez de su cadencia, cómo demonios podrían saberlo ellos. Su certificado de defunción rezaba: eutanasia.
Primero Beardsley. Y después Hodge. Y Reid. Y Butcher. Y Fenwick, y hasta el arquero Shilton, embobado ya, embelesado ya, resignado ya, cuando Diego encamina ante el altar del 2-0 esa pelota dócil, mientras simultáneamente se colapsaban Buckingham y el Azteca. Dos cataclismos con un mismo epicentro.
Que dulce defunción para Shilton: desde 60 metros y nueve segundos antes, vio venir al heraldo, al portador de su propia muerte, con la ominosa inmortalidad de recibir el mejor gol de la historia.
El Azteca se llena de 124 mil microsismos. Convulsiones. Alaridos. Lágrimas. Bosques de puños al cielo. Ojos desmesuradamente abiertos, como para guardar el momentum de todos los momentos de ese gol. Algunos derrumbados en sus asientos queriendo creer lo que parecía increíble.
Diego hizo que la realidad degradara hasta la vulgaridad todas las fantasías incubadas en las febriles premoniciones de 124 mil privilegiados en el Azteca. Los Mundiales en México han sido los ascensos al Olimpo de los dos mejores futbolistas: Pelé y Maradona.
Gary Lineker tendría que salir a legitimizar su sentencia célebre: "El futbol es un deporte que inventaron los ingleses... pero para que los mexicanos convirtieran en semidioses a sus dos mejores exponentes".
Súbitamente escuché a mis espaldas, en esa sinfonía de Babel, donde el festejo era absoluto, pero con un lenguaje invertebradamente difuso, lo más brutalmente insólito.
Y venía de gargantas argentinas, colapsadas, indecisas entre romper a llorar o en carcajadas. Pero lo escuché clarito, y de esa fraternidad de letrados capaz de narrarme un partido de futbol como una Ilíada y una Odisea.
"Hijo de puta", gritaba uno. Y otro. Y otro más. Los periodistas argentinos tenían un rictus indescifrable en su rostro. Y ese grito se multiplicaba. Yo rebuscaba adjetivos para anotar en mi libreta, y me encontraba con una descripción inusitada de ese gol que cada año, como Gardel, es más legendario, más mítico, y más universal...
Me explicaría uno de ellos: "Es que en Argentina cuando quieres elogiar a alguien le dices que es un hijo de puta, es el mayor elogio, en estos casos".
Los observé. Más a ellos que al carnaval festivo de la cancha. Tenían razón. No había que ir al diccionario de mi memoria.
Me senté. Tomé libreta y pluma. Y empecé a anotar, por disciplina, no porque hiciera falta, el nombre del autor del gol: "Diego Armando Maradona, el mayor hijo de puta en la historia del futbol...".