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Chicharito, Hugo y ese dulce veneno de la gloria

LOS ÁNGELES -- 100 goles en Europa. Javier Hernández está de gala. Y claro, su vecindario distante en México y EEUU desata el diluvio de elogios. Confeti de idolatría desmesurada. Lluvia de afectos reciclados.

100 goles desde 2010. En Europa. Dicha cantidad se sonroja y se cubre el rostro en el espejo ajeno de las comparaciones. Omitamos a monstruos: Messi, Cristiano, Suárez, Zlatan. Vayamos con un mortal: Robert Lewandowski, suma 126 sólo en la Bundesliga desde 2010.

Pero, juguemos a la Corte del Rey Salomón, justicia pura. Se le puede semejar con otro mexicano, con más años -virulentos todos--, en Europa: Carlos Vela suma 80 goles en clubes en ligas. Y La Hiena resta, mientras el otro suma.

Y en tiempos en los que a Vela se le veía como el faro reacio del futbol mexicano, como candil de la calle y penumbra en su casa, Chicharito pujaba desde la ansiedad de la banca, no sólo en Europa, sino ya antes, en Chivas. La marginación reiterativa, desde su cuna, le blindó la piel y el carácter.

Sin llegar a los orfeones penosamente racistas que vomitaban sobre Hugo Sánchez en el Vicente Calderón, con aquellos gritos de "indio, indio, indio", de las resacas franquistas en España, sin pisar esos extremos de canibalismo masivo que sufrió el Pentapichichi, pero en su momento, Hernández también vivió su cautiverio clasista.

Cuidado: la permeabilidad costrosa, espesa, que le fue blindando, lo hizo un mejor competidor. La lealtad es subjetiva cuando matar y morir giran acrobáticamente en la misma moneda. Y en el futbol de Europa, en el vestuario, los duros, los guapos, se rasuran con botellas rotas.

Y Chicharito, de manera directamente proporcional, se fue acorazando conforme entendió lo impío de la competencia. Entendió que en la guerra por un puesto, ni las sombras de los jugadores cohabitan pacíficamente.

Alguna vez, Alfonso Pescado Portugal explicaba la metamorfosis del que había sido su yerno. Todo comenzó en su hotel en Madrid, tras una trasiega jornada de horror para Hugo Sánchez. La tribuna del Atlético de Madrid quería exiliarlo a México, con el certificado apestoso de la ignorancia, al vociferarle "indio", como si fuera una segregación al leprosario.

"Esa noche Hugo lloró. Pero con rabia. Nos dijo (al clan familiar) que 'era la última vez que iban a gritarle de esa manera, se van a arrepentir'", recordaba Portugal.

Y así fue. Hugo ya nunca se detuvo de preñar redes. Y cobró con creces a la tribuna arrepentida. De Júpiter se fue a La Cibeles, con todo y la alfombra roja y el agua bautismal de los éxitos. Hoy aún aparece en el equipo de todos los tiempos del Real Madrid.

Lo de Javier Hernández no tuvo ese zafarrancho social y denigrante para la misma afición colchonera. A Chicharito ninguna tribuna lo ha insultado. Por el contrario, hoy tiene un sagrario en Manchester, una capillita en Madrid, y una catedral en Leverkusen.

Ha, sin embargo, cargado con una cursi diplomacia, con una innecesariamente hipócrita bandera de paz. La traición más grave le ocurrió en Manchester. Un día catalogó como frustración su letargo en la banca.

Y Sir Alex Ferguson que un día lanzó un zapato al apolíneo rostro de David Beckham, ese patrimonio de la humanidad femenina, no dudó en mandar al banco a Javier Hernández. El padrino de sangre azul, le recordó al mexicano que su sangre era roja.

Más allá de que el lunático Van Gaal ya estaba predispuesto contra Javier, y que éste mismo, ayudaba a cavar su tumba errando en la inminencia del área y desde el manchón, quedó claro que el holandés hace de su hábito mitómano un recurso para dirigir.

Al Real Madrid llega de carambola. Ya el pellejo se le había endurecido. Aprendió a leer esos ojos que mienten más que las palabras. La viscosidad del engaño es un abrazo de Judas. Nunca entró en el círculo de los maniquíes. La gloria merengue tenía potestad en el salón de belleza.

En el goleador del Leverkusen asoma la mímica de Hugo Sánchez. La mirada lo denuncia: el lobo convertido en el lobo de sus competidores. La solidaridad es un mandamiento de 90 minutos. La lealtad tiene mil caras el resto de la semana.

Hugo delimitó su territorio. Eligió cómplices en lugar de amigos. La batalla comienza dentro, y la guerra se gana afuera. A Jorge Valdano aún le dolía hace unos años: "Hugo fue un goleador legendario, maravilloso, pero, como persona...".

Hoy, Javier Hernández, en el centenario de sus herculinos esfuerzos, acosa a Hugo y a Jared Borgetti. Tarde o temprano rebasará las cifras en Champions de uno, y en la selección mexicana al otro. El Chaplin del Gol aún tiene comedias para sus vecinos distantes. El confeti puede reciclarse.

Ojo: los pecados que se le imputan dentro y alrededor de la selección mexicana, ahí siguen, ahí quedan. Son gárgolas de inescrutable incomodidad.

Con una cosecha sin control en Europa, ni el mismo Chicharito lo sabe, pero al final podría terminar su propia epopeya con el Tri en las mismas condiciones que Hugo: con las manos vacías.

Y de ello, de esa infertilidad histórica con México, será, como el Pentapichichi, sin duda responsable, aunque no será, ni remotamente, el principal culpable.

Escribió García Márquez en Cien Años de Soledad: "Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra".

Y Chicharito ha entendido, como Hugo en aquella noche de catarsis con el Atlético de Madrid, que los muertos de su pasado son la carne fresca de su futuro.

Que viva quien deba vivir inoculado de ese dulce veneno de la gloria.