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CicaTRIces del fracaso... Chicharito, Ochoa, Layún...

COLUMBUS -- Fracaso. La palabra impone. Fonéticamente es escalofriante. Intimida. Es repulsiva. Corroe. Avergüenza. Indigna. Acobarda. Envalentona.

Pero el fracaso es un riesgo reincidente y fehaciente. Para todos. El estigma estriba en la repercusión del fracaso. Las reverberaciones funestas de fallar.

Hoy, ahorita, puedo fracasar en el acomodo de las palabras, y fracasar en seducir a los tres pelagatos de este espacio. Y esos mismos tres pelagatos sentirán fracaso de buscar algo útil en los minutos malgastados en este texto.

Y hoy a un médico se le puede escurrir una vida, o para un maestro cada alumno reprobado le representa una frustración, porque erró. Y ambos fracasaron.

O Carlos Slim puede fracasar en uno de sus miles de negocios. Y hoy el policía corrupto puede fracasar en la suma recolectada para llenar el buche voraz de su jefe. O al ingeniero especialista en rascacielos se le puede venir abajo una banqueta.

El fracaso es una arpía agazapada en la vida de todos. La dimensión del fracaso es el escalofriante efecto, el remezón de haber fallado, el que trasciende.

Esta antesala del artículo, para llegar al momento de los seleccionados mexicanos. ¿Es su mayor fracaso el 7-0? O en todo caso la forma en que los europeos dejaron en la plancha de autopsia al Tri en el proceso mundialista anterior, y rescatados por ese gol de Zusi, y la repesca ante Nueva Zelanda.

En realidad, hay jugadores mexicanos que han pasado por tormentos aún peores. Y sobrevivieron. ¿O acaso todos han vivido de manera hedonista y fácil el futbol? Sin tes... tosterona no hay paraíso.

Los fracasos son tatuajes, son cicatrices multicolores del camino al éxito. Para todos.

Y claro para los futbolistas también ocurre así. O especialmente para ellos, en una nación como México, donde se venera a seres intrascendentes para desconectarse de su propio surrealismo como país.

O de verdad alguien puede entender el nivel de frustración de Javier Chicharito Hernández después de ser el santo de todas las devociones del Manchester United, hasta caer en el desdén, el ninguneo y el desprecio. ¿Y...?

O alguien de verdad puede asimilar la cruz que cargó cuando recargado de fe llegó al Real Madrid y terminó marginado por el club de la estética en el vestuario merengue y debió recoger limosnas por confabulaciones, a pesar de redituar goles. ¿Y...?

Nadie puede ponerse esos zapatos. La empatía es imposible. El suplicio descarnado cuando, dice Alberto Cortez, "a los 20 años te parece que el mundo es una manzana".

Hoy, más allá de su divorcio con los medios, y de la elección de su silencio y veto, como proclama absurda de su molestia, queda claro que el tipo se convierte en el jugador relevante en un club que trata de vivir una historia de relevancia en la Champions. Sí, suma mes y medio sin gol, pero... ¿Y...?

Entonces, concordemos que a pesar de goles determinantes y festejos con Manchester United, Javier Hernández vivió, muchos fines de semana, la frustración de ser marginado del primer equipo, o de goles inminentes que erró, como los penales. Esos, técnica y etimológiocamente, son fracasos. Irrefutables fracasos.

Hoy, sin embargo, debe ser el jugador más curtido en el hábitat más inclemente como el de la alta competencia en Europa. Y debe ser el mejor referente de y para el futbolista mexicano, en ese sentido.

Fracasó desde el manchón. Y desde la línea de gol. Y desde la práctica semanal. Pero hoy, más allá de todas sus equivocaciones como individuo, es el jugador más respetado en el Tri, ojo, no necesariamente, el más amado, dentro del Tri.

Y de esos casos, bajo un estereotipo de redención absoluta, abundan en la selección mexicana. Así como a Chicharito semejantes calamidades lo han hecho mejor competidor y mejor futbolista, así pasa con otros que llegan a este proceso mundialista con el pellejo curtido.

Relatamos el caso de Javier Hernández porque es el epitome de la idolatría perfecta y sus síntomas en el entorno del futbol mexicano. Hay quienes lo veneran ciegamente y hay quienes lo mastican ciegamente.

Pero, nadie, nadie, puede imaginarse esa desolación de Guillermo Ochoa, lanzándose al mar embravecido de Francia, en un equipo condenado a muerte como el Ajaccio, y persistir y resistir, cuando en México hubiera pervivido bajo el dulce arrullo de la burguesía y la idolatría.

Y encima, la esclavitud en el Málaga. ¿Y alguien se atreve a suponer siquiera su agonía tras el 7-0 ante Chile y luego recibir otros siete ante el Atlético de Madrid? ¿Cuántos habrían elegido el suicidio profesional después de semejantes ejecuciones sumarias?

Hoy, la realidad, en la suma de cicatrices, de esos tatuajes multicolores del fracaso, Ochoa es el mejor portero que tiene México. Y él está rabiosamente ansioso por saltar ante EEUU. Cierto, la decisión sigue rotando en las rotaciones de Juan Carlos Osorio.

¿Más? Puede ser Usted tan cínico de creer que puede interpretar la rabia, el desconsuelo, la impotencia, de un personaje que llegaba a recibir más de 100 mil menciones en Twitter por cualquier situación ajena.

Porque ese #TodoEsCulpaDeLayún se convertía en una marabunta cibernética de sorna y abuso sobre un futbolista que era culpable desde la devaluación del peso, hasta de las reumas de un perro callejero, y claro, las derrotas de su equipo.

Hijo, padre de familia, esposo, ser humano, futbolista, colega de otros tantos, Miguel Layún anhelaba, seguramente, cada día, que el precio de la alfalfa en Burkina Faso no fuera a desplomarse porque seguramente se llegaría en Twitter a la conclusión de #TodoEsCulpaDeLayún.

Hoy, Miguel Layún persiste en su batalla. Seguramente cada día que no juega lo sufre como un fracaso. Pero siempre habrá domingos en el Porto que serán día de fiesta.

La suma acumulada de fracasos, como a todos, como a cada uno, los deja a estos tres, y a tantos más, mejor calificados y clasificados para la gran victoria.

Han tenido tantos fracasos en un aparador inmenso como el futbol profesional, que han aprendido a convivir con ellos, pero sin rendirse a ellos ni ante ellos.

Terminan fortalecidos. Esos fracasos son tatuajes, son cicatrices multicolores del camino al éxito. Para ellos. Como para todos.

Ellos, Javier Hernández, Guillermo Ochoa, Miguel Layún, Marco Fabián, y siga sumando, se convirtieron en apóstoles, tal vez sin saberlo, de una reflexión de José Saramago: "La derrota tiene algo positivo: nunca es definitiva. En cambio, la victoria tiene algo negativo: jamás es definitiva".

Y ellos, Hernández, Ochoa, Layún, Fabián y otros, demuestran que el fracaso, como riesgo inalienable de vida, tampoco es absoluto ni definitivo.

Como ningún 2-0, como ningún Fort Columbus, como ningún Waterloo estadounidense, es definitivo, absoluto, y mucho menos eterno...