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Cristiano, la mano justiciera de la injusticia

LOS ÁNGELES -- El triunfalismo es de memoria selectiva. Recuerda podios, marcadores, victorias, guirnaldas, la sonrisa universal del triunfador. No se entretiene en la caducidad cínica de las circunstancias.

De ser así, Cristiano Ronaldo puede llamar a su sastre -o modisto- para perfeccionar el frac de los abaratados balones de oro. Hoy, y con la amenaza despiadada del Real Madrid en la Champions, puede hacer un lugar en su museo para el par de bodoques centellantes que laurearán aún más su pinacoteca.

El triunfalismo no se recrea en los rencores, ni en los lamentos, ni en las lágrimas furtivas de los despojados. Ni hurga, tampoco, bajo la alfombra donde la bazofia, el cochambre arbitral es arrojado, como desecho tóxico de los resultados.

Cuando llegue el momento de elegir, el sufragio saldrá de las páginas doradas y no de los apéndices lóbregos y sombríos de las injusticias. Tristemente. Los 90 minutos, a final de cuentas, se resumen en el veredicto, en el marcador, en ese heraldo universal que pasa lista de vivos y muertos.

Nadie recordará el concierto de torpezas arbitrales en esa encarnizada y virulenta cruzada, en la que el Bayern Munich muere a manos del árbitro, pero con la firma fina de bisturí de una afilada y certeramente brutal guadaña llamada Cristiano Ronaldo.

CR7 fue el Excálibur de la injusticia. Fue la espada que perpetró el crimen, pero el portugués es inocente de los pecados ajenos y sospechosos del árbitro. El delincuente usa silbato, la guillotina viste de blanco.

Lo había advertido Carlo Ancelotti: al Real Madrid en el Bernabéu hay que masacrarlo para vencerlo. "Hay que ganarle tres veces", dijo. Y sabe porqué lo dice. Estuvo en ese banquillo y desfiló por la pasarela de los inmortales de la Casa Blanca y lo sabe porque, en su momento, la fatalidad del arbitraje también a él le hizo un guiño de seductora complicidad. Y se dejó querer.

En el pantano de errores, de sospechas, de cuestionamientos, ojo, no sobre las aberrantes decisiones arbitrales, sino, lo más penoso, las promiscuas intenciones arbitrales, emerge la figura de Cristiano Ronaldo y su triplete perfecto en el uso inequívoco de su arsenal: cabeza, pie izquierdo, pie derecho.

CR7 sabe que los balones de oro, de FIFA y France Futbol, no se empollan en diciembre, sino en junio, y que la madrina perfecta es una señora despampanante, voluble, casquivana y de vida fácil: la Orejona de la Champions.

El Real Madrid y Cristiano penetran apenas en el pasadizo más entrampado de todo el recorrido. La Orejona aún está en la torre del castillo. Es decir, tan lejos y tan cerca.

Si el Bayern fue una amenaza que obligó al pillo con el silbato en la boca a ungir de favoritismo a los Merengues, nadie puede garantizar que no acose, que no aceche otro bandolero de centelleante camisola amarilla, dispuesto a custodiar a su semental.

En la inevitable resaca amarga de los crímenes arbitrales, más allá de esos delincuentes públicos e impunes, queda un sabor maravilloso del juego como tal, del futbol como tal, y de ese magnífico compromiso de futbolistas rutilantes, dispuestos a exhalar, literalmente, en las inclementes y fascinantes batallas de la Champions.

Aunque, insisto, la memoria selectiva del triunfalismo, se quedará con la imagen del adonis de laboratorio 24/7, por encima de la arpía arbitral, y por encima incluso del resto de los espartanos vestidos de futbolistas, sin que pueda, nadie, nunca, reclamarles absolutamente nada a ninguno de ellos.

De hecho, a CR7, en este momento, lo engrandecen, lo magnifican aún más, la calidad moral, física y futbolística de los contendientes. Nunca el término masculinidad encajó mejor en los prototipos de guerreros que pisaron la cancha del Bernabéu.

Los detractores crucificarán a Cristiano, así como sus intransigentes idólatras han quemado con leña verde cuando el arbitraje ha dado empujoncitos a Messi y al Barcelona.

Pero, lamentablemente, algunos miembros del arbitraje son la escoria necesaria en el futbol. No porque estén propensos a equivocarse, sino porque, están, también, ansiosos del servilismo mezquino de fuerzas más poderosas que su instinto de dignidad.