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Chile proclama para América el patriarcado del futbol

LOS ÁNGELES -- Se sabía. Banquete voluptuoso habría. Chile y Portugal, con una pléyade de futbolistas extraordinarios. Y que han memorizado a qué juegan. Porque saben a qué juegan. Porque saben con quién juegan. No existe el harakiri de la rotación.

Se sabía que debía ser un juego de altísimo nivel. Más allá de las provocaciones e incitaciones al alarido, al grito, al drama, a la angustia, al estupor, al colapso. Y más allá de los balones indecisos estampándose en el marco limítrofe de la gloria, rehuyendo su destino de gol. Más allá de ese penalti. Más allá de teatralidades y bravuconadas.

Pero, sobre todo, muy por encima de todo, ese fervor, esa devoción, esa hambre, esa rabia, esa lava homicida de intenciones y hasta suicida de obligación si la cuota del triunfo lo exige.

Chile es finalista. Claudio Bravo se metió en el cerebelo de los portugueses para evitar que sus disparos se metieran en su portería. El arquero chileno infiltró los demonios de la duda. Y el tahúr de las argucias ganó.

Pero, al final me quedo con una estampa sublime. La gloria es una ostentación de la belleza... por más repulsiva que pudiera parecer en otro escenario, por ejemplo, en un callejón oscuro a la medianoche.

Arturo Vidal se empeña en la cosmética del adefesio, incluyendo ese corte de pelo, pero ¡Dios!, ese festejo tras consumar su cobro desde el manchón de las sentencias debe ser el rostro más frenéticamente cautivador para los chilenos en la catarsis de sus ilusiones. Arturo Vidal es el Dorian Grey de las epopeyas vestidas de rojo. La victoria de Picasso pintada por Rafael Sanzio.

Eso es Chile. Su selección y su patria. Ese rostro de Vidal deformado de furia, congestionado de rabia. Venas, arterias, nervios, amígdalas, músculos del pescuezo de Vidal armonizan colosalmente con ese bufido humeante del gol.

Y si El Patrón (como le rebautizaron en el Bayern Múnich), es el patrono de la inmortalidad, los chilenos sabían que eran finalistas. Vidal se metió en el corazón de su corte de guerreros, y Claudio Bravo se metió en la despensa de las emociones de los lusitanos y transformó a sus presuntos verdugos en víctimas propiciadas.

Antes de los penales, claro, hubo futbol. Un futbol ardorosamente embelesador. Endulzaron el trámite a pesar del 0-0 de 120 minutos, y los centavitos agregados, el contraste de sus estilos, pero fundamentalmente la vehemencia absoluta de todos.

Uno Campeón de Europa; otro dos veces campeón de América. La potestad absoluta del futbol estaba en juego. El patriarcado del balón, estaba en disputa.

Y si el balompié fue hijo del ocio europeo, se siente más cómodo en la adopción del americano, especialmente del sudamericano, donde ha encontrado sus mejores Mecenas: Pelé, Maradona, Garrincha, Ronaldinho, Messi...

Claro, la doncella esférica prefiere la exquisita caballerosidad estética del trato en este continente, más allá de la brusquedad histérica de sus progenitores.

Esos 120 minutos expusieron, aparte, los atributos indispensables de los históricos. Cada balón, cada jugada sin balón, cada amague, cada roce, cada embestida, cada filigrana, exhibía el portento espiritual de cada jugador.

Insisto, más allá de la calidad sublime de cada uno, verlos convertidos en bestias de caza, sin temor y sin tregua, ungió de autenticidad y legitimidad la combatividad de este juego futbol.

Bien lo puntualizó Juan Villoro: "Dios es redondo". En la guerra civil de sus adoradores, el culto a este deporte sumó adeptos. En la cancha de futbol, los artistas tienen genes de aves de rapiña. Su mirada los delata.

Hay que temerle a Chile en la Final. Y a Arturo Vidal. Y a sus huestes. No sólo por su futbol. Muy especialmente porque todos, los once, los 23, los 19 millones de chilenos, tienen su rostro transfigurado en ese semblante insaciablemente beligerante de Arturo Vidal.

Debieron angustiarse ya de ello y por ello sus posibles contendientes en la Final de esta Copa Confederaciones: Alemania y México.