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Carlos arrió su Vela antes de zarpar

LOS ÁNGELES -- A los 28 años, Carlos Vela renuncia a los sueños ajenos para consumar y consumir los propios. Eligió el ataúd antes que el clímax para su carrera futbolística.

Este miércoles, La Hiena, como algunos cercanos le llamaban, se despide de la Real Sociedad. En San Sebastián habrá suspiros, pero no lágrimas. Lo que pudo haber sido y no fue.

Y, también, este miércoles, Carlos Vela se despide de la realeza de la sociedad futbolística del mundo. Y hoy, cabe subrayarse, es el día de su liberación: no más jugar bajo presión.

Renuncia, entonces, insisto, a ilusiones ajenas, para plegarse a las propias. ¿Egoísmo? Vela ha decidido que su felicidad no está en avivar el fuego de la felicidad ajena.

Desde su irrupción poderosa en el Mundial Sub 17 de Perú, cuando le ofrendó a México un trofeo inesperado, entregó, sin saberlo, y seguramente sin quererlo, un manojo de esperanzas a la afición mexicana. Él y Giovani dos Santos.

Los más advenedizos y jactanciosos de la época colocaron un galardón, que terminó siendo el epitafio: "La Generación Dorada", al bautizar a la prole victoriosa de Chucho Ramírez. Ninguno de sus legionarios sobrevivió a semejante condecoración. Pareció un lastre más que un combustible.

Con aquella hazaña y la medalla de oro de Londres 2012, Giovani deambula en el Galaxy de Los Ángeles, y como vecino, íntimo, tendrá ahora a Carlos Vela, con Los Ángeles FC, en la intrascendencia de la MLS que no es capaz, al menos, de ganar un torneo de clubes de Concacaf.

Al abandonar a la Real Sociedad y a la realeza de la sociedad mundial del futbol, la Liga de España, Carlos arrió su Vela antes de zarpar.

Sin duda el futbolista más completo de su generación, con esa dosis apareada por la astucia y la inteligencia, Carlos Vela vivió su mejor momento cuando los medios españoles lo colocaron en una escalinata de monstruos: Messi, Cristiano, Costa y él.

Y ahí, justo entonces, cuando el orbe volteaba a ver al tutor de esa alianza con el francés Griezmann, justo cuando era el momento de zarpar a conquistar mundos, justo entonces, Carlos decide arriar su vela.

En ese momento, Atlético de Madrid esperaba que la moneda que había lanzado al aire El Cholo Simeone cayera al piso: Vela o Griezmann. El entrenador eligió al que tenía hambre, hambre genuina, hambre de cancha, de gloria, de futbol. Vela se quedó en San Sebastián... hasta este miércoles.

Alguna vez el mismo Vela dijo que el futbol no era lo más importante de su vida y ni siquiera su deporte favorito. Puntualizó que el balompié era su modus vivendi y que lo disfrutaba como tal. Una pasión domesticada. Su taxímetro no cubría los honorarios de sus latidos.

En declaraciones a los medios, este fin de semana, Carlos Vela aseguraba que se iba contento de la Real Sociedad. Queda claro que en el museo de San Sebastián no ha hecho espacio para su llegada ni para su adiós.

En sus alocuciones, Vela dice que se lleva todo a cuestas, los buenos y los malos momentos. Sus palabras suenan, reitero, a liberación: la exigencia citadina, regional o nacional en la Liga española, se acaba.

En Los Ángeles, lo sabe Vela, será el inquilino folklórico de las primeras semanas. Vendrá camisetas, generará expectación y expectativas, y seguramente colgará balones con utopías en las redes de la MLS.

Y después, puede, como ocurrió con Giovani, desvanecerse, suavemente, imperceptiblemente, en ese indoloro, incoloro e inodoro panorama de la indiferencia y de la decepción. En las penumbras, todos visten de gris para vivir mejor.

Pero, después de escuchar las conclusiones del delantero mexicano queda decepcionantemente claro que nunca se enteró de que en esa vida maravillosa que siempre se le ofreció de manera indiscriminada, el único personaje nocturno fue el mismo.

Habló de "malos momentos". Y Carlos debe entender que en una vida generosa de buenos momentos como futbolista en Europa, él fue el único mal momento que la arruinó.

Nunca quiso ser todo lo que él podía ser. Nunca quiso ser todo lo que él debía ser.

Cierto, todos tienen derecho en algún momento de arriar sus velas, pero nadie puede hacerlo antes de zarpar.