Buscando la victoria, Croacia pierde. Evitando la derrota, Francia gana. Y el enaltecimiento de la víctima, es el enaltecimiento del vencedor.
Francia es campeón del mundo con la exquisitez del cazador. Croacia es segundo, con la audacia del conquistador. Imposible medrar ni mediar la inteligencia de uno o la persistencia del otro.
El desenlace, la coronación francesa, no erosiona el colectivo, el equipo, el grupo croata. A la maquinaria perfecta la hacen imperfecta las imperfecciones de sus piezas.
Al final, esta Final de Rusia 2018, el epitafio incómodo del 4-2, tendrá su crónica con señalamientos sobre los asombrosos errores humanos (autogol, penalti polémico, yerro de Lloris), y sobre las consumadas heroicidades del genuino futbolista.
90 minutos bastaron. Francia no desperdició aliento ni músculo: al terminar el primer tiempo, ganaba ya 2-1, pero sólo había hecho un disparo a gol. Los autogoles enloquecen las estadísticas y provocan la bancarrota de los tahúres.
Los estoicos legionarios de la angustia prolongada tenían sin duda espíritu para otros 120 minutos de aquelarre, de hostilidad pura, antes de permitir, esos croatas irremisibles, la certificación de su exterminio. Su alma drena la devoción, si el músculo o el aliento dudan.
¿Mezquino? ¿Pragmático? ¿Ratonero? ¿Práctico? ¿Prosaico? Las piedras lanzadas no alcanzan a abolir ni a abollar la investidura de monarca universal de Francia.
Su ungimiento real podrá ser cuestionado por los métodos. Se sabe, cortesía de Maquiavelo, el fin justifica los medios... y los miedos.
A pesar de la enorme riqueza de sus futbolistas, Francia armó la emboscada y Croacia tiene una legítima lágrima de plata colgando de un pescuezo que debe permanecer erecto, orgulloso, gallardo. Por el honor suyo y por el honor de su verdugo.
"Una derrota peleada vale más que una victoria casual", aseguró José de San Martín. La frase es hermosa, pero tan inútil como un ungüento para este tipo de desenlaces. No hay bálsamo para el dolor balcánico.
Mbappé, Pogba, Griezmann, el triángulo equilátero del crimen perfecto, alcanzan, sin duda, para desarrollar mucho más en un jeroglífico ofensivo, pero las sagradas escrituras según Didier Deschamps, necesitaban el saldo justo de su arsenal, para la gran meta: ser bicampeones del mundo.
Cierto, Mandzukic, el torpedo que aniquiló la armada de la Reina, se calzó el botín de Judas. Después el árbitro Pitana es corregido por el VAR, para que Griezmann instale el Arco del Triunfo en la estrechez del manchón penal. Perisic los salvó de perecer a los croatas y había descontado.
En el complemento, Pogba y Mbappé pusieron ese resuello de talento juvenil en el marcador, para dejar en claro las diferencias de alcurnia futbolística. Y Mandzukic rescataría el caramelo de la ilusión en un error de Lloris, que hoy, ya no se sabe si fue una, auténticamente, metida de pata, o fue un acto de extremaunción para la horda generosa de croatas.
Insisto: nada dignifica más la coronación de Francia, de esta Francia tan joven y dueña de un futuro maravilloso, como la dignificación de su propio esfuerzo, de su trasiego, de su recorrido carne a carne y sangre a sangre por parte de Croacia.
¿El mejor mundial de la historia? Los románticos que vivimos de punta a punta el México 70 como aficionado, el México 86 en este oficio, el Francia 98 y el Corea del Sur/Japón 2002, tenemos derecho a mantener algunas dudas.
No tuvo al Pelé esplendoroso de 1970, ni al Maradona exuberante de 1986, ni tampoco ese concierto de Ronaldo, Rivaldo, Ronaldinho y Cafú de 2002, pero Rusia 2018 sin duda en su conjunto, como país, por su gente, por su paraíso cultural, tiene todo el derecho a meterse al mismo tabernáculo legendario de los otros.
Fue además la conclusión de un bellísimo mundial en un país que develó y desveló, genuina, absolutamente, todas y cada una de las Matrioshkas que le componen, y todas fueron, para turistas, medios, competidores, y para la misma abyecta FIFA, generosas anfitrionas de los óptimos, buenos, malos y peores visitantes.
Para Catar, el desafío está a la altura de la perfección.