El béisbol está viviendo por estos días uno de los mayores escándalos de su historia con la novela del robo de señas de los Houston Astros en la postemporada del 2017, práctica que se extendió un año después a los Boston Red Sox de la mano del mánager Alex Cora.
El caso ya le costó la cabeza al gerente general y al director de los Astros, Jeff Luhnow y A.J. Hinch, respectivamente, a Cora en los Red Sox y a Carlos Beltrán en los New York Mets, equipo con el que no llegó a dirigir ni un juego.
Además, han salido a la luz una serie de videos sospechosos que dan pie a teorías conspirativas que señalan a José Altuve y a Robinson Chirinos como usuarios de las más sofisticadas tecnologías puestas en función de la trampa.
La envergadura del escándalo ha sido tal que algunos buscan similitudes con la de los Chicago White Sox de 1919, cuando ocho de sus jugadores vendieron a los apostadores la Serie Mundial ante los Cincinnati Reds.
Nada que ver. Aunque en ambos casos se trata de una trampa, la de los Medias Blancas es éticamente más condenable, pues aquellos llevaron a perder a su propio equipo a cambio de un beneficio económico resultante de las apuestas.
Éstos, independientemente de que también recibieron una gruesa bonificación propia de la postemporada, lo hicieron para ganar a toda costa, al precio que fuera, sin importar las consecuencias.
Y como las personas inevitablemente buscamos comparaciones en cada actividad humana, una pregunta que se ha repetido muchas veces en los últimos días es: ¿es peor el robo de señales de los Astros con el uso de la tecnología o la utilización de esteroides y hormonas de crecimiento para mejorar el rendimiento atlético que se expandió por el mundo del béisbol como una epidemia?
Antes de comenzar a escribir esto, coloqué una encuesta en mi cuenta de Twitter @JorgeMorejon63 y el 66.7 por ciento de los votantes dijeron que era peor el escándalo que por estos días envuelve a los Astros y Red Sox, mientras que un 33.3 por ciento se decantó por los esteroides.
Ambos casos son deplorables y sancionables, pero las consecuencias son distintas.
Esteroides
El uso de esteroides y hormonas de crecimiento humano (HGH) no hace mejor bateador a quien nunca fue bueno.
Ozzie Canseco pudo meterse las mismas sustancias que su hermano José, gemelo idéntico, pero sin igual coordinación ojo-mano, pasó sin dejar huellas por el béisbol.
Barry Bonds, con o sin esteroides, ha sido uno de los mejores bateadores que hayan pasado por las Grandes Ligas y en realidad no necesitaba apelar a ayuda externa para brillar.
El asunto de las sustancias prohibidas es que amplían la capacidad de trabajo en el gimnasio, retrasan la fatiga y permiten mayores repeticiones con las pesas, lo cual hace que el atleta sea más fuerte, con una mayor masa muscular.
El problema es que el uso de esos fármacos sintéticos causa daño orgánico muchas veces irreversible y ésa es la razón fundamental por la que son prohibidos, aparte de brindar una ventaja considerable frente a quienes han decidido jugar de manera limpia, con los límites de esfuerzos que la naturaleza les dio.
Encima de ello, esta epidemia creó un problema social que se expandió más allá de las ligas Mayores y Menores.
La presión por conseguir una beca universitaria o la firma de un contrato profesional llevó a muchos padres a someter a sus hijos adolescentes a estos experimentos que de cierta manera pueden ser considerados una forma de abuso infantil.
Jovencitos que aún no habían terminado su desarrollo ya estaban metiéndose Dios sabe qué químicos porque sus padres los veían como una inversión que les aseguraría una vida sin escasez a sus hijos y una vejez sin sobresaltos para ellos.
Se creó toda una mafia de ventas de esas sustancias, similares a las redes del narcotráfico, sin importar la salud y los valores del juego limpio.
Si en Estados Unidos el problema era ya incontrolable, peor aún resultaba en países pobres sin ningún rigor científico, donde los muchachos se metieron hasta hormonas de caballos con tal de una firma que los sacara de la pobreza.
Robo de señas
Quizás la gente haya votado más por la trampa de los Astros y los Red Sox debido al momento.
Esta noticia desplazó del panorama informativo a los agentes libres que siguen sin trabajo, la inminente entronización de Derek Jeter al Salón de la Fama de Cooperstown de manera unánime y hasta el juicio político contra Donald Trump y la carrera por la nominación presidencial del Partido Demócrata.
Pero el fraude del robo de señas no garantizó en un 100 por ciento el triunfo de Houston en la Serie Mundial del 2017.
Bastaba con que Dave Roberts, el mánager de Los Angeles Dodgers, hubiera dirigido aceptablemente uno solo de los siete juegos del Clásico de Otoño y de nada le hubiera valido a los Astros su trampa.
Roberts solito perdió la Serie Mundial con el cúmulo de despropósitos que mostró desde el puente de mando de la nave angelina.
Por otro lado, es humanamente imposible descifrar con exactitud cada seña del receptor y en cuestión de dos o tres segundos enviar la señal de la cámara al cuarto de video, de ahí al dugout y luego golpear el tanque de basura con el que se transmitía al bateador en turno el envío que vendría.
Alguna que otra vez debió salir bien, pero no en todos y cada uno de los lanzamientos.
Aun así, avisado, trate de pegarle bien a una recta de 100 millas por hora o deje pasar un envío de rompimiento por el supuesto de que caerá fuera de zona.
Si no, que le pregunten a quienes enfrentaron tantas veces a Mariano Rivera, quien todo el mundo sabía que vendría con una recta cortada.
Advertidos y todo, los bateadores caían ante el panameño como moscas golpeadas con un periódico.
¿Que es un fraude? Sí, por supuesto que lo es. Desde que se creó el béisbol, los rivales han tratado siempre de descifrar las señas del rival como parte de la picardía del juego, pero lo que hicieron Houston y Boston con la ayuda de la tecnología, viola los principios éticos y la integridad del deporte.
En el béisbol, el único robo permitido es el de bases. En la vida, quizás robarse un beso.