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Las lágrimas rojinegras de Marcelo Bielsa

LOS ÁNGELES -- Noche de domingo. Abril 17, 1994. Vestidor silencioso, con ese silencio compungido, yermo, yerto. Vestidor de visitante en el Estadio Corona de Torreón. Desde su altura y su altivez de dos metros, su gesto cicatrizado de derrota, sombrío, clava esa mirada dura, ruda, en el reportero, enviado especial de Siglo 21 de Guadalajara: “¡Ah, es usted! ¡Espere afuera, ya lo busco!”.

Impaciente, manos en los bolsillos. Marcelo Bielsa, el entonces locuaz y beligerante Bielsa, usa poca pólvora en sus respuestas a otros reporteros. De reojo, nuevamente, con un gesto de impaciencia, echa a este reportero del santuario apesadumbrado del Atlas.

Los Zorros habían llegado a Torreón amparados a la fragilidad del 1-0 (gol de La Pájara Chávez) en los Cuartos de Final. Pero, dos goles de Adomaitis, uno de ellos brutalmente espectacular, y uno más de Daniel Guzmán, con el único rezongo de Sergio Pacheco, y Santos Laguna ganaba 3-1, 3-2 en el global. Rojo furia, negro luto, historia del Atlas.

Unos minutos después, afuera del vestidor, Bielsa desploma su imponente humanidad en los escalones: “¡Siéntese, hablemos!”. Y se vino una autopsia espectacular del Atlas, como forense catedrático, sin pausa. De pronto se interrumpe. Reposa los codos sobre las piernas. Sus manos le ocultan el rostro, pero no las emociones del rostro.

Súbitamente Bielsa se endereza. Su rostro cansado, contraído, bruno. No le importa que sus ojos, abrillantados y húmedos, desnudaran lo entrañablemente recóndito de sus sensaciones y sentimientos. “¡Es todo, listo!”. Este reportero extiende la mano, pero él ya estaba de regreso a la catacumba colectiva de un equipo, de una fraternidad rojinegra, de casi media ciudad de Guadalajara, que fervorosa creía que con él, se acercaba al fin de un ayuno de gloria, que se prolongaba desde 1951.

Hoy, nuevamente, en la pasarela mediática, tras ascender al Leeds United y este 21 de julio cuando cumple 65 años, Bielsa ocupa un nicho histórico en esa devoción fascinante por la tragedia que hay en el Atlas. Le cambió la historia al equipo y a la selección mexicana, a la que le dio la columna vertebral más sólida de su historia: Oswaldo Sánchez, Rafa Márquez, Pável Pardo y Jared Borgetti. En el Mundial Alemania 2006, había seis titulares rojinegros de la incubadora Bielsa: los cuatro mencionados más Mario Méndez y Andrés Guardado.

Al himno puro, de sangre, de “¡Newell’s… car...!”, sacudiendo al futbol argentino, César Luis Menotti lo recomendó a Francisco “Cuico” Ibarra García de Quevedo (ex presidente de la FMF). El presidente rojinegro, Fernando Acosta, fue a reclutarlo con una advertencia del mismo Menotti: “Está un poco…loco”. Bielsa explica ese mote: “Me llaman loco porque algunas respuestas que elijo no coinciden con las que se eligen habitualmente”.

No fue fácil para Acosta. Tres reuniones maratónicas en el estudio de Bielsa, una imponente colección de videos, archivos, videocaseteras y televisores. Él ya tenía un expediente del Atlas. Acosta decide ponerlo a prueba. Los Zorros querían contratar a Joao Vanderley, un brasileño juguetón y habilidoso. “¿Lo conoce?”, le preguntó. El entrenador sacó un video, un archivo y le dio un análisis.

Acosta recibió el visto bueno para cerrar la negociación. “Lo que pida, lo que quiera, lo que cueste”. El Cuico Ibarra quería hacer historia y que, en su gestión, el Atlas rompiera el maleficio vigente desde 1951. Incluso, se afirma que de su propio bolsillo, ayudaba al equipo a completar el salario de Bielsa, un salario sin precedentes en el futbol mexicano.

Bielsa tenía una condición: sería director deportivo el primer año. Era necesario una cirugía reconstructiva en un Atlas que se reconstruía cada torneo con el bisturí titubeante de la improvisación. Eligió a Mario Zanabria como técnico mientras él extendía una impensada telaraña rojinegra con un grupo de supervisores en casi un centenar de ciudades de México, para observar a cerca de 10 mil jóvenes. Fue menos martirio que su odisea con Newells, donde organizó el mapa de Argentina en 70 zonas y las recorrió todas en un compactísimo Fiat 147, en el cual debía enrollarse como faquir o instructor de yoga. Para entonces, Efraín Flores y José Luis Real se sumaban a esa caravana como piezas clave del plan.

Como con el Leeds United, Bielsa no eligió un suntuoso espacio en Guadalajara o en Zapopan. Se asentó en la Colonia Seattle y de ahí caminaba al Club Atlas Colomos. Escribiría Machado: “Quien habla solo, espera hablar a Dios un día. Mi soliloquio es plática con ese buen amigo que me enseñó el secreto de la melancolía”. Ya desde 1992, Marcelo Bielsa dialogaba con El Loco, como aseguran que lo hace cada día desde Wetherby hasta Leeds.

Mi primer acercamiento con Bielsa fue en su oficina en el Atlas. Era una asignación para Contienda Deportiva, una revista concebida y dirigida por un gran amigo y profesional, Francisco Javier González. Fueron cerca de 40 minutos. Pocas preguntas y muy amplias respuestas. Siempre estuvo de pie, de un lado a otro, acomodando videos, archivos, dando órdenes a sus auxiliares, pero sin perder el hilo de sus respuestas. Súbitamente, como en aquella noche de abril de 1994, simplemente se despidió: “Bueno, es suficiente, muchas gracias”, dio la media vuelta y abandonó su oficina.

Pude cubrir numerosos entrenamientos de Marcelo Bielsa. Interminables y fascinantes. Podía ser un energúmeno o el hombre más paciente del mundo. Podía recorrer el ABC del futbol con un jugador, pero podía hacer estallar en el lomo de otro la tortura verbal y físico de ese látigo de nueve colas con el que intimidaba al futbolista. “Nunca me equivocaba, nomás por no verle la cara de enojado a Bielsa, era de terror”, recordaba Pável Pardo, uno de los cientos de jugadores que se deshacen en elogios por él.

Hubo también historias oscuras. La Pájara Chávez alguna vez insinuó que las lesiones de sus rodillas las provocó Bielsa por despiadadas cargas de trabajo. O cuando a Jared Borgetti quería marginarlo del Atlas, y según afirma José Luis Real, debió casi mantenerlo escondido del argentino para finalmente hacerlo debutar y convertirse en histórico del futbol mexicano. O cómo discriminó a Juan Pablo Rodríguez por su baja estatura.

Las charlas con Bielsa con los reporteros, al terminar los entrenamientos con el Atlas, eran una reyerta. Era otro Bielsa, intenso, beligerante, de confrontación, a la defensiva. Siempre terminaba con una frase: “Ustedes siempre buscan el pescado muerto”, y se retiraba enfadado. Los utileros reclamaban después a los reporteros: “Lo hacen enojar ustedes y todos pagamos allá adentro”.

Ese Bielsa que usted escucha hoy, es el antípoda del que estuvo en México primero con Atlas y luego con América. Desde que se hizo cargo de la selección de Argentina, su esposa (Laura Barcalenti, arquitecta), le aconsejó puntualmente que cambiara su actitud. Le recomendó que viera directamente a sus interlocutores de los medios informativos, y que sopesara lentamente cada palabra, para que más que describir su opinión, describiera u personalidad. En una conferencia de prensa previa a un amistoso México contra Argentina en Estados Unidos, quedé sorprendido por el cambio radical. Su lengua había cambiado la bayoneta por una liturgia serena y sabia.

Bielsa se enamoró de la cocina mexicana. Impensadamente, tomó adicción en especial por las tortas ahogadas, cuya intensidad en picante es intolerable en general para un argentino. He visto a muchos entre el sofocamiento y la asfixia cuando se atreven a probarlas. Él gustaba de acudir a un puesto de esas tortas ahogadas en la Colonia Providencia, a veces acompañado de utileros, auxiliares, o directivos. Y, mire Usted, se sentaba siempre en la misma hielera, justo como ha decidido dirigir los partidos desde hace tiempo. Incluso, mientras entrenaba al América, le enviaban en una hielera una dotación de esas tortas ahogadas.

Los directivos del Atlas sufrían sus cambios de humor. Si el equipo jugaba bien y ganaba, eran días de fiesta absoluta. Una convivencia espectacular con El Loco en su más seductora expresión. Al día siguiente se le podía ver en una dicha extrema en un centro comercial con un par de hermosas nenas en brazos. Pero, si el Atlas perdía, antes de que llegara del estadio, las hijas dormían con unos vecinos, no por una actitud incorrecta de Bielsa, sino por la estampa de un hombre devastado.

Él lo ha explicado así: “¿Sabe usted que yo muero después de cada derrota? La semana siguiente es un infierno, me siento inhabilitado para la felicidad por 7 días. Después de una derrota no puedo jugar con mis hijas, no puedo ir a comer con mis amigos; es como si no mereciera esas alegrías cotidianas”.

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Son días lindos en Leeds.

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¿Qué pasó en el América? El régimen Bielsa no era para algunos niños mimados por la directiva. Se hilvanaron derrotas, sospechosas algunas, mientras jugadores se quejaban de sus formas y conductas, y se rompió la relación. Fue interrumpida su forma de trabajar. “Yo soy extremista. Esa es una tarea para la que no tengo la sabiduría indispensable. Yo dirijo según lo que siento. Y si a quien dirijo no se adapta, lucho para que se adapte, para poder proponerle aquello que yo siento”, ha explicado.

Sus allegados aseguran que sigue renegando de conducir y le estresan sobremanera los viajes en avión, pero lo que sigue manteniendo vivo, como lo hizo desde sus inicios en Newell’s, y como lo enarboló al llegar al Atlas, es su apego a una doctrina bajo la cual debe jugarse al futbol: “Hay tanta gente a la que se le dificulta tener felicidad, una alegría en la semana, que viene a buscarla a la cancha y nosotros debemos dársela”.