LOS ÁNGELES -- Diego Armando Maradona (30 de octubre de 1960, Villa Fiorito, Argentina) ha dado otra vuelta olímpica en ese estado límbico de la incertidumbre, burlándose de la vida, burlándose de la muerte.
Aún así, “La Mano de Dios” continúa en las manos de Dios… o en manos de “El Barbas”, como el mismo Diego lo llama.
En esa ciencia, superstición, u ociosidad, de querer hurgar el destino del ser humano en las estrellas, los astrólogos afirman que los grandes referentes del signo de Escorpión tienden a la autodestrucción.
Garrincha (28 de octubre de 1933, Río de Janeiro), y el mismo Maradona, son prueba de ello. Al primero, a quien muchos consideran mejor que Pelé, lo mató al alcoholismo. El Pelusa tiene más de 35 años naufragando y sobreviviendo entre los excesos: cocaína, alcohol y sexo.
Diego ha despertado idolatrías extremas. Argentina le ha perdonado su desastrosa conducta en la intimidad, ante la grandiosidad de su futbol. En la cancha, expió sus pecados. Condujo a Argentina a la Vuelta Olímpica en el Azteca en México ’86, y al Nápoli lo apadrinó hacia la adultez del futbol europeo.
Tiene su propia iglesia, la Maradoniana. Y a los santurrones les duele que les haga temblar su fe por la fe ciega en el Diego. La herejía no es peor que la hipocresía hecha fe. Entre creer en un fetiche y creer por obligación, sólo hay un pecado de diferencia.
Maradona sigue pagando elevadas cuotas de sus excesos. Está consciente de ello: “He cometido errores y he pagado por ellos”. Este martes ha sido sometido a una nueva cirugía. Un hematoma en el cerebro lo llevó al quirófano con la etiqueta de emergencia, según su nuevo y enésimo doctor de cabecera, Leopoldo Luque.
Irónicamente, su organismo, con mapas indelebles de cicatrices, muestra cómo las cirugías se han ensañado con los tres implacables e inagotables arsenales de su cuerpo como futbolista: un enorme corazón, unas piernas poderosas de creación, y ahora, ese cerebro casi culterano, ostentoso, privilegiado, para inventar futbol, como aquella tarde inolvidable en el Estadio Azteca ante Inglaterra, cuando fue truhan primero y artista galopante después.
Habiendo visto en vivo a los tres, y habiendo cubierto directamente sagas mundialistas y coperas de dos, no cedo un milímetro en el podio: Pelé, Maradona y Messi. Tres generaciones distintas, en tiempos y circunstancias muy distintas en el futbol.
Diego podría estar a la altura de Pelé, tal vez por encima del brasileño, pero es culpa de él, y sólo de él. Y lo acepta: “Si yo no hubiera hecho las cosas malas que hice en mi vida, Pelé no llegaba ni segundo”. Y en otra ocasión, le tundió nuevamente: “Si él (Pelé) es Beethoven, yo soy el Ron Wood, Keith Richards y Bono del futbol, todos juntos. Porque yo era la pasión del futbol”.
Apenas hace unos días, Maradona cumplió 60 años. Debió conmoverse ante manifestaciones mundiales de amistad, solidaridad y reconocimiento. Porque Maradona hizo en la cancha lo que millones de futbolistas quisieran haber hecho o quisieran hacer algún día. Amateur o profesional, bueno o malo, técnico o patadura, pero en ese universo privado de la imaginación todos han querido ser, por un minuto o por 90 minutos, Maradona.
Su padre depositó absoluta devoción en él. Después de su jornada laboral, agotado, agobiado, se trepaba al autobús en Villa Fiorito a trayectos de dos horas para que Diego mostrara su futbol, y porque el sándwich y el refresco eran el premio final de cada jornada. Un acto supremo de amor.
En las canchas del América, en un entrenamiento, en pleno Mundial de 1986, Diego padre dijo a este reportero sobre ese momento en el que sabía que su hijo iba a triunfar: “Sentí que estaba a salvo”. Hablaba de la familia, hablaba del mismo Diego, y hablaba de esa reivindicada responsabilidad paterna.
Sin embargo, Maradona sabía de quien era la mano que mecía la cuna familiar: Doña Tota, la madre. Fue siempre su refugio, especialmente en los momentos más frágiles de su vida. “La Tota armó la barrera cuando me peloteaban de todos lados”, y fue durante años el equilibrio en la vida del jugador, hasta que aparecieron los amigos tenebrosos con las arpías de las tentaciones engalanadas de musas.
Diego ha sido un guerrero. En todas las tribunas, en todas las arenas, en todos los anfiteatros. Fue el primero en pronunciarse contra la esclavitud de los juegos al mediodía, cuando en el Mundial de México debieron padecer inclemencias por temperaturas, latitud y contaminación. “Es inhumano jugar así”.
Fue la primera embestida contra la casa de cristal de la FIFA. Su enemistad con Joao Havelange y Joseph Blatter se fue haciendo más profunda. Erosiones de odio. Los facinerosos de FIFA querían verlo de rodillas, en una genuflexión de sometimiento. Diego nunca besaría la mano del pontificado perverso del futbol. La cacería despiadada se cernió sobre él durante el Mundial de Estados Unidos 1994.
Ante Nigeria, el 25 de junio de 1994, fue su último partido con la albiceleste. Dio positivo de efedrina, norefedrina, pseudoefedrina, norpseudoefedrina y metaefedrina. Es un ícono esa imagen de la doctora Sue Carpenter, “La viuda blanca”, como le llaman en Argentina, e irónicamente casada con un argentino, acompañando a Diego hacia el laboratorio antidopaje.
La FIFA sabía dónde hurgar, sabía dónde olisquear. Supuestamente la mezcla de efedrinas borraba rastros de cocaína en la orina. Pero, había pruebas suficientes de dopaje. Ya antes, el 17 de marzo de 1991, El Pelusa había registrado su primer positivo, luego de un Nápoli contra Bari. Quince meses de suspensión. Nunca volvería a ser igual: “Me cortaron las piernas”, diría.
Intentó volver a la cancha. Era imposible. Eligió ser entrenador. El tiempo le demostró que no era lo suyo. Fracasó con la selección argentina y no pudo explotar la capacidad despiadada de su presunto heredero, Lionel Messi.
En México tuvo un torneo exitoso con Dorados de Sinaloa, aunque al final culpó al arbitraje de aniquilar al equipo. Disfrutó la experiencia, como un oasis en el frenesí de su vida: “Quiero ver el sol y acostarme de noche. Antes no quería ni acostarme ni sabía lo que era una almohada”, declaró a medios en Culiacán.
Estos últimos días, la salud de Diego Armando Maradona había decaído, alarmando a su entorno y a su cuerpo médico. Leopoldo Luque aclararía que no era una recaída en su adicción, incluso afirmó que “Diego puede irse (del hospital) cuando quiera”, pero horas después encontró ese hematoma subdural.
Tras declarar exitosa la operación, y advertir sobre un rango prudente y necesario de observación y espera, lo cierto es que a la expectativa de que todo mejore, “La Mano de Dios” continúa en las manos de Dios… o en manos de “El Barbas”, como el mismo Diego Armando Maradona lo lla