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Benjamin Federer (Roger Button)

BUENOS AIRES -- Para decir en dos palabras lo que tomaría mil: Federer lloró. Ese es mi resumen del Abierto de Australia. De su final, al menos.

Ayer vi la nueva película de David Fincher, "El curioso caso de Benjamin Button". En la historia, el protagonista nace como un hombre viejo y se hace cada vez más joven. Crece -por así decir- hacia atrás, a la inversa del mundo. Como un reloj que corre para el otro lado.

Y pensé en Federer. Pensé en un tenista genial que apareció hace unos años con un talento dominado e inigualable. Lo recuerdo todo: ese partido ante Sampras en Wimbledon, cuando eliminó a su ídolo y selló el cambio de guardia... Ese pareció el partido de dos viejos conocidos, pero viejos al fin. Y aunque aquella era apenas la batalla inicial de Roger y una despedida virtual para el gran Sampras, se dio como el duelo final entre dos estrellas de siempre.

Pensé que el suizo arrancó su carrera al revés, con un duelo de despedida. Y que parecía viejo.

Porque dentro de su ejecución virtuosa, lo que más llamaba la atención de Federer era la sapiencia de sus decisiones: era inteligente, parecía haberlo aprendido todo. Parecía tener la experiencia y el aplomo que otros no tenían. Por su madurez prematura, parecía un jugador de otra edad.

Pensé en su estilo: siempre medido, siempre buscando el tiro más seguro para armar un punto a voluntad. Siempre arriesgando, pero lo justo. Nunca más de lo necesario, pero siempre lo necesario. Una virtud de tenista experiente.

Pensé en su esfuerzo físico: él, siempre flaco, siempre un tanto desgarbado, parecía estar parado cada vez donde tenía que estar. Nunca se lo veía correr, ni transpirar, ni quedar fuera de lugar, ni enganchar pelotas. La perfección que dan las horas de cancha. La perfección que da la experiencia.

Pensé en sus festejos: de esos primeros Grand Slams que apenas gritaba pasó a tirarse al piso, después a las lágrimas y al grito sagrado. Cada vez menos medido. Cada vez más joven, más pasional. Hacia atrás, al revés del mundo.

Pero ganando, siempre.

Hasta pensé en su pelo: confabulado para alimentar el mito, decreciendo cada año en lugar de crecer cada vez más. De largo, a no tan largo, a más corto, a corto.

El tiempo fue pasando y apareció Nadal. Entonces los tiros que antes alcanzaban ya no eran tan definitivos. Y la anticipación para posicionarse en el lugar justo no resultaba suficiente al enfrentar a un hombrecito que inventaba tiros imposibles.

Roger padeció. Empezó a arriesgar más y sin tanta inteligencia. Y cada vez que tuvo enfrente a Nadal, arriesgó un poco más, y con un poco menos de inteligencia. Cada vez más joven, cada vez con menos experiencia.

Roger intentó cambiar sus golpes, intentó correr a la par de su rival. Intentó ganarle con su cabeza de hierro. Pero, cada vez más joven, cada vez más novato, la experiencia de enfrentar a Nadal le fue quitando la posibilidad de leerlo correctamente.

Primero ganaba, luego el historial se emparejó, después empezó a perder.

Algo se jugó en cada duelo con el español que fue minando su autoconfianza. De viejo sabio a novel intimidado, Federer fue desesperándose cada vez más en sus duelos con Nadal. Lo fue ganando la impotencia. La experiencia tuvo un resultado inverso: en lugar de enriquecerlo lo fue despojando, hasta llevarlo a una ceguera que sólo parece aplicarse cuando enfrenta a Nadal.

La experiencia, insisto, tuvo un resultado inverso: en lugar de ayudarlo a leer mejor a su rival, hizo que cada vez se metiera en un embudo emocional mayor que le impide mirar con claridad dónde y cómo debe lastimar. Entonces pierde.

Él es casi un Dios del tenis. Lo hace todo bien. Y lo amamos por eso. Pero creció hacia el lugar equivocado.

En Australia, en el último Australia, ante un Nadal que lo obligó a retroceder en el tiempo, pasó otra vez: Federer no pudo ganar.

Y entonces este hombre, un hombre grande, un Gran Hombre, hizo lo que era inevitable que hiciera más allá de su edad: lloró como un niño.