LOS ÁNGELES -- Y si es por México o no, o si es nomás por su patria chica, chiquititita, Zuazua, Nuevo León, como quiera que sea, Tigres es finalista de la Copa Mundial de Clubes.
Es ya, históricamente, comensal de un banquete de privilegiados. La partida final sería, salvo sorpresa, ante Bayern Múnich. El no-representante de México y no-representante de Concacaf, irrumpe donde todos los de la región habían querido ser representantes. El apátrida sí, los patrioteros no. El karma sólo existe en el vientre de las galletitas chinas de la fortuna.
Vista así la Final, en plena obviedad, salta a escena la manoseada paráfrasis: un David zuazuito (gentilicio de los de Zuazua) sin honda y sin onda, ante el Goliat del futbol mundial. Las hazañas bíblicas no suelen pisar la cancha. El futbol es ateo en esos menesteres.
No hay un héroe nuevo, pero sí hay un heroísmo novedoso: André Pierre Gignac, desde el manchón. No perdona. Sabe que, desde ese fatídico punto, el balazo despiadado es un acto de piedad y de justicia. 1-0 sobre Palmeiras.
Ricardo Ferretti apretó tuercas. Su librito es infalible, mientras el rival no sea infalible. Con Gignac, el Tuca lo sabe, sólo necesita una bala en la recámara de su revólver. Y claro, una camarilla de estoicos dispuestos a matar y morir.
Si aquello hubiera sido un retablo pagano de La Última Cena, Ferretti constató que entre sus once apóstoles no hubo ningún Judas. Y que Gignac será el Pedro y la piedra sobre la que edificará su iglesia, a cuyas ceremonias rehúye la afición por sus aburridas homilías de 90 minutos.
Debió tener un doble sabor para el técnico del Ferrari Rojo: escalar la Final en Catar, y vengarse mínimamente de que Palmeiras pateara hace unos días, por el despeñadero de la segunda división, a su incubadora, el Botafogo.
Tigres pasó de soponcios iniciales, a generar taquicardias. Fue superior sin necesidad de un mejor futbol. Gignac se sintió cómodo. No estaba solo en una guerra que al final, en el tiempo acumulado, rozó los 100 minutos. Pronto, Carlos salcedo, Guido Pizarro, Rafael Carioca, y especialmente El Chaka Rodríguez, se convirtieron en incondicionales de la cruzada.
El mismísimo Ferretti, la afición de Tigres, y sus connacionales de Zuazua, deben revolcarse de la intriga: ¿Por qué demonios, feo y todo, no son capaces de jugar así, con esa vehemencia, con esa rabia, con esa humildad cada 90 minutos de cada jornada en el futbol mexicano?
De hacerlo, de engreírse así, de bestializarse así, estos Tigres, cada cita doméstica, cada lánguida tarde en Monterrey, aquello de la insustancial y lejana grandeza, dejaría de ser una quimera para el hijo epónimo de Zuazua.
Mientras en el aire festivo de las faldas del Cerro de la Silla aún copulan el confeti y las burbujas de champaña, hay un enigma serpenteando las cabecitas zuazuitas, las que velan sus glorificadas armas en Catar, y las que se desparraman de este placer, de esta epifanía de ser protagonistas en un Mundial de Clubes, incluso, borrando con dinamita, la majestuosa actuación del Monterrey ante el Liverpool en 2019.
¿Cuál es esa incertidumbre que provoca estertores entre los pros y los contras de los Tigres?
Simple: ¿creerán los felinos que ser finalistas en Catar es haber besado ya la punta de su propio Everest, o habrá aún un espacio morbosamente audaz y aventurero, para creer que la misión aún alcanza para al menos quitarle la arrogancia insultante a los alemanes del Bayern Múnich? Claro, siempre y cuando derroten a Al Ahly.
Si los Tigres aún tienen fe en que hay una utopía detrás de esta utopía materializada ante Palmeiras, y que están dispuestos al menos a intentarlo, tal vez, entonces, México empiece a sentirse celoso de que Zuazua es más inmenso de lo que parece.