LOS ÁNGELES -- “¡Oh, vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza!”. Esa, la bienvenida fatalista de Dante Alighieri al Infierno en La Divina Comedia, debería estar cincelada en la antesala de la tribuna Sol General en el Estadio Cuscatlán de El Salvador.
La llaman Vietnam. Nadie sabe el porqué, pero todos saben los porqués. Es una zona de guerra. Es tierra de nadie, pero es tierra de todo cuscatleco que sangra de fervor por la camiseta de El Salvador. Tierra inhóspita. Tierra hospitalaria para los inhóspitos.
Podrán ellos no ir a la trinchera del Cuscatlán por meses, por años, pero cuando juega La Selecta están ahí, en el Vietnam fragoroso de su propio Vietnam. En especial si el invasor es México. Hay guerras sin declararse, porque hay guerras que no necesitan declararse. Ante el Tri, los tambores y los corazones redoblan roncamente.
Ellos, los vietnamitas celestes, de lealtad extrema, no tienen equipo, no siguen su liga, pero cuando hay que agregarse a la lucha colectiva de ilusionarse con una Copa del Mundo, están ahí, como citados, como convocados, como provocados, por su propio Himno Nacional: “No desmaya en su innata bravura, en cada hombre hay un héroe inmortal”.
“Es la zona de los jodidos”, dicen los perfumados de la zona de plateas. Es territorio convulsivo y convulso. “Somos la verdadera alma de este estadio y de esta selección”, dicen ellos en la despejada e inmensa fortaleza, donde sólo los valientes se atreven. Y permanecen. Y se apostan. Y vigilan. Y despiadadamente castigan.
Los especialistas de Futbol Picante debaten si el ambiente más adverso se encuentra en El Salvador para los equipos visitantes.
Ahí, en despoblado, a la intemperie, donde el sol castiga con severidad, o donde la lluvia azota, como deberá azotar la noche de este miércoles, cuando se pronostica tormenta eléctrica, al enfrentarse México y El Salvador dentro del Octagonal Final de Concacaf.
Pero éste es un Infierno cuyas llamas no sofocan ni mitigan los tsunamis de octubre. Porque las hogueras bufan desde dentro de los cuerpos de pasión mefistofélica. Tres horas antes del juego, las posiciones han sido tomadas. Y los mejores sitios son los más altos, lo más lejano posible de la cancha.
Desde las alturas, desde los atalayas más elevados, vuelan mejor los vasos y las bolsas repletos con la fresca tibieza de los orines. El ataque aéreo es tan implacable, como constante y despiadado. El vaso que rápidamente se vacía de cerveza, con igual rapidez se atiborra del fermentado líquido entre amarillo y ocre, según la salud laboriosa de los riñones. El que más mea, ahí, públicamente, sin decoro, sin recato, es visto con respeto. Rambo y Chuck Norris habrían perdido esta guerra ahogados en ácido úrico.
La entrada a este quisquilloso Vietnam es libre. Cada quien elige dónde quiere someter su ancha o escuálida humanidad a la generosa y gratuita orinoterapia. Sólo hay un requisito, un salvoconducto, porque es la diferencia entre ser rehén o cómplice: vestir de azul o de blanco. Vestir de La Selecta es vestir de gala. Cualquier otro color, es un masoquista acto de provocación, un desafío, una insurrección, un suicidio.
México encabeza la eliminatoria, Estados Unidos, Panamá y Canadá están en el camino rumbo a Catar; los expertos comentan.
Ahí, han dejado desnudos a imprudentes invasores, a cándidos usurpadores, y no de la manera más afectuosa, sino a jalones y empujones, a golpes, o con un diluvio tibio y dorado. La piel expuesta es el segundo uniforme permitido. Mejor vivir encuerado que morir con una estrambótica y lujosa chaqueta bermellón.
El 2 de septiembre de 2016, este reportero se atrevió a esa zona prohibida. México visitaba a El Salvador. San Salvador estaba colapsada. Todos los caminos llevaban al Cuscatlán. Una marabunta azul, cadenciosa, estruendosa, festiva, ilusionada. “El Salvador, El Salvador, El Salvador”, regurgitaban las constipadas arterias
Kervin González, militante de la seguridad del estadio, advierte: “No se meta ahí, no le conviene. Pero mándenos a (David) Faitelson. A ése si lo atendemos bien, ja, ja, ja, ja”.
Pero, había que husmear, había que vivirlo para entenderlo, para sentirlo, para explicarlo, para contarlo. Apenas en el quicio inexistente del acceso final a la tribuna, asomaba la cabeza. La indumentaria no ayudaba: una camiseta verde claro con el logo de ESPN, y con la acreditación colgada al pescuezo, llamaban la atención. La computadora estaba al otro extremo del estadio, en manos de Tom Marshall, reportero de ESPNFC.
“Vámonos, no quiero que me castiguen si le pasa algo”, insiste Kervin, tomando del brazo al reportero. Pero, el espectáculo ya era alucinante, hipnotizante. La cerveza y los cánticos regateaban enjundiosos espacios en cada una de las miles de gargantas. “El Salvador, El Salvador, El Salvador”, en un oleaje frenético de voces y coreografía, mientras las banderas aletean violentas y apergolladas a manos incansables.
El Vietnam del Cuscatlán. Para algunos es El Pequeño Vietnam. Apenas en la calistenia furiosa, en espera de que salten La Selecta y el repudiado adversario. “No sabemos bien el porqué”, explica Kervin, “pero a México lo odiamos en la cancha, desde siempre, desde niños. No sabemos porqué ni preguntamos tampoco”.
La simbiosis misteriosa y pagana del futbol. Las televisoras y la radio se llenaban de programas y de artistas mexicanos. El salvadoreño ama cada manifestación de México pero desprecia a su selección nacional. El Tri es como un ente ajeno, distinto, maligno. Veneran al Hugo Sánchez del Real Madrid, pero detestan al Hugo Sánchez del Tri, a ése, al que según ellos les dijo que jugaban con pelota cuadrada.
Un desliz de prudencia me hace obedecer a Kervin y recular en mis intenciones de ver el primer tiempo en el epicentro vietnamita. “Le digo que hay salvadoreños que nunca han entrado y nunca van a entrar al Vietnam. Este lugar no es para cualquiera”, insiste.
En el Cuscatlán no encontramos espacio en el palco de prensa. El supuesto cubículo estaba atiborrado. Había mujeres con labial en mano, y niños con videojuegos. Junto con Tom Marshall encontramos un sitio perfecto: a unos metros de los baños, y frente a un puesto de crepitante carne asada. De ahí podíamos observar todo y comer de todo. El dueño del puesto ambulante nos prestó una mesa pequeñita, y saqueamos dos sillas de las oficinas del estadio. Frente a nosotros, al otro lado de la tribuna, el Vietnam cuscatleco, vibrante, intenso, infatigable, beligerante.
Un primer tiempo con un México desconocido, errático, inquieto, nervioso, desconfiado. “Se te mete debajo de la piel. Crees que has visto y vivido todo como jugador, pero lo que sentías en esa tribuna era muy intenso”, relataría después Miguel Layún.
Alexander Larín haría el 1-0 al ’23. A lo Panenka, mientras Guillermo Ochoa se zambulle a la izquierda en el engatusamiento. México reaccionaria en el segundo tiempo: Héctor Moreno, Ángel Sepélveda y Raúl Jiménez revocarían la desgracia.
¿Pesará sobre la Selección Mexicana el Vietnam, ese reducto implacable de la tribuna de Sol General este miércoles por la noche? ¿Habrá pánico escénico? Difícilmente. Saltarán jugadores con mundiales a cuestas, o con torneos internacionales, como copa Oro o Juegos Olímpicos. Y saltarán expertos en clásicos, en México y algunos en Europa. Pero ese Vietnam se “mete debajo de la piel”.
¿Será el Pequeño Vietnam el Gran Waterloo de Gerardo Martino y de la Selección Mexicana?
El Tri marcha invicto y líder general del Octagonal Final de la Concacaf. Y evidentemente salta como el favorito, especialmente cuando El Salvador llega golpeado. Le ganaba 1-0 a Costa Rica como visitante con gol de Jairo Henríquez, y le hurtaron la ilusión: 2-1, con goles cargados de canas de Bryan Ruiz y Celso Borges.
Pero, insisto, en la antepuerta del Cuscatlán, antes de las escalinatas que conducen a Sol General, al Vietnam, debería inscribirse la envenenada bienvenida de Dante Alighieri en la antesala del Infierno, en su Divina Comedia: “¡Oh, vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza!”.