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Tomás Boy prófugo del surrealismo de Dalí

LOS ÁNGELES -- Tiempos hubo en México en que el futbol cautivaba por su propia generosidad. Y por la calidad de equipos. Pero también había protagonistas. Esos futbolistas que convocaban por su talento o por su personalidad o por la moneda invaluable de sus goles.

Tomás Boy era de esos. Mentiría si vinculara mis memorias al Atlético Español (un usurpador del Necaxa) o al Atlético Potosino. Pero con Tigres era la vistosidad del equipo. Y había que seguirlo cada semana.

Y había el morbo por ver además a su guarura: Carlos Muñoz. Quien rozaba a Boy con un pétalo, recibía el guadañazo de Muñoz en la siguiente jugada.

Era además ese Tigres, por momentos, la metamorfosis del basquetbol a un equipo de once, según la bitácora de Carlos Miloc. Y Boy jugaba de Michael Jordan cuando así lo decidía.

Con los Toros del Atlético Español, Ángel Fernández lo llamó la anguila. Su físico estaba más cerca de Agustín Lara que de Rambo. Escuálido, veloz, pero sobre todo inteligente y frontal.

El primer acercamiento que tuve con él, fue en la concentración de México en Toluca, en las instalaciones de Nestlé en el Mundial de 1986. Tiempos aquellos en los que la prensa estaba más cerca de la cancha que los mismísimos utileros. No había secretos. Ni restricciones. Ni vetos. Ni zonas mixtas.

Marca Fernando Quirarte aquel golazo contra Bélgica. Charla con el capitán de Chivas en el comedor de la concentración del Tri. En la misma mesa, Tomás Boy. De testigo.

¿El Jefe? Absolutamente no. Con tipos como Javier Aguirre, Hugo Sánchez, el mismo Quirarte, Luis Flores, Manuel Negrete, o hasta el suavecito de Miguel España, y entonces Tomás Boy era más bien aliado estabilizador de Miguel Mejía Barón, quien pastoreaba esa élite de notables jugadores para tranquilidad de Bora Milutinovic.

Quirarte explicaba su gol, el primero de los dos que marcó en ese Mundial de México: "Con hambre, fui a buscar esa pelota con hambre", explicaba el zaguero de Chivas, con la memoria anegándole la mirada.

Y Boy interrumpe la entrevista: "Ahorita te va a preguntar si eso es todo". Lo miro de reojo y lo ignoro. Quirarte hace lo mismo. Minutos después concluimos la charla. Boy se levanta, empuja con enfado el equipal de ese mexicanísimo comedor, y se va.

Quirarte explicaría después: "No es mala sangre (Boy). Lo que pasa es que se siente relegado por ustedes (los medios) y eso le molesta. Es un Mundial y quiere atención por lo que hace en la cancha. Pero Tomás es importantísimo, en la cancha y fuera de ella. Es muy especial, pero es un crack, una buena persona y buen amigo".

Y claro, Boy se fue quedando relegado en ese Mundial de 1986. Entre una lesión, los goles de Quirarte, la media tijera de Manuel Negrete, el protagonismo bizarro de Hugo desde su gol a Bélgica, hasta el penalti fallado ante Paraguay y su segunda amarilla en ese mismo juego, hasta los calambres ante Alemania. El astro de Tigres se mostraba notable en la cancha, pero no en los aparadores.

Parecería que el diagnóstico de Quirarte aún tiene validez. Entre bailes, exabruptos, burlas, fanfarronadas, Tomás Boy parece reclamar atención. Y si no la tiene, la provoca. La hurta.

Incluso, Quirarte después confiaría que al término del Mundial de México, promotores se acercaron a él y a Boy para llevarlos al Brest de Francia, pero las condiciones económicas y deportivas estaban por debajo de sus expectativas.

Este martes, ante Zacatecas, Tomás Boy, en ruta a los 64 años, tras el 3-0, obra de Guerrón, se ridiculiza con un desplante que la propia afición de Cruz Azul interpretó como burla, por los ademanes y la mímica facial, y porque después en la trinchera del vestidor al autobús, el entrenador recae en ademanes y se enardece la fanaticada.

Con su cabeza columpiándose en la frágil telaraña de intrigas que decora de confabulaciones desde dentro a Cruz Azul, Boy aclaró este miércoles en Raza Deportiva de ESPNDeportes, que ni fue un bailable exótico ni se burló de la afición, sino que la reacción habría sido más genuinamente por la jugada que generó ese 3-0. La afición no le cree. Sus antecedentes tampoco.

Con un par de procesos exitosos en equipos con más tradición que gloria, como Morelia y Atlas, Boy se encuentra entrampado. Ha visto con ansiedad contenida que tres cambios de mando en el Tri, en los cuales se sentía candidato, al final eligen otro rumbo.

En la desesperación sabe que es urgente ganar un título como técnico, aunque pierde de vista que esos desplantes o deslices con poca gracia danzarina o coreográfica, con el agregado malicioso y ácido del pitorreo y el sarcasmo, le hacen menos apetitoso para los dictadores que regentean al Tri.

Recordemos que el mismo Tomás Boy ha dado evidencias de ese resentimiento al desdén. Lo reveló en Raza Deportiva: "Jamás dirigiré a Pumas. Cuando me probé con ellos como jugador, me trataron mal, me dijeron que no tenía futuro. Gente mala, y eso no lo olvido nunca".

Es tan fascinante la personalidad estrambótica del entrenador de Cruz Azul, que, según versiones del equipo de los Terremotos de San José, cuando asumió, hace decenios, interinamente, el cargo de jugador y técnico, terminó por despedirse a sí mismo como entrenador, entendiendo que no era lo que el equipo necesitaba.

Hoy ese lado consciente del autoanálisis y el autojuicio, debería llevar de la mano Tomás Boy a una de dos decisiones: buscar asesoría en el ballet Bolshoi u olvidarse definitivamente de esos excéntricos bailoteos y esos estrafalarias extravagancias que poco le ayudan a fortalecer la autoridad en el vestuario.

Salvador Dalí declaró una vez que "de ninguna manera volveré a México. No soporto estar en un país más surrealista que mis pinturas".

Tomás Boy puede parafrasearlo saludablemente: es parte de ese surrealismo imprescindible en el futbol mexicano.