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Juan Carlos Osorio y su sudada coreografía tricolor

SAN ANTONIO -- Los agravantes ahí quedan, brutalmente silenciosas: rotaciones, altibajos, sin estilo definido, fracaso en dos torneos relevantes (Copa América Centenario y Copa Confederaciones), anodino, etcétera, pero, el tipo trabaja. Sin duda, trabaja.

Sábado 7:15 a.m. San Antonio ya transpira. Silenciosa, pulcra, con la modorra sabatina de los 80 grados Farenheit en el momento, la Universidad Trinity aguarda a la troupé de la Selección Mexicana.

Esta, la del domingo, en el Alamodome, será la última parada en fase de grupos. Destinos aún ocultos.

Primero la avanzada. Una camioneta. Los utileros comienzan la dura faena, con uno de los encargados de seguridad del Tri. Para entonces una decena de medios ya montó sus maniquís de tres patas con multigigas de memoria para grabar escenas.

Los camarógrafos recrean en su imaginación una escenografía de Copa del Mundo. Mientras reporteros y productores discuten el menú del desayuno. A ganarse el pan con el sudor de frentes ajenas.

Rápidamente, los utileros trasladan el equipaje con zapatos, bebidas, casacas, balones desde la vereda a la cancha de juego. Transpiran, pero no emiten sonidos de queja. Sólo indicaciones. Los artistas del orden y los pequeños detalles. La logística perfecta.

Minutos después llega la Selección Mexicana. Descienden en silencio. Inusual el horario, especialmente para futbolistas que no duermen, sino que hibernan, como un reclamo del organismo. Alguno incluso se quita el rezago pegajoso de los ojos, esa lagaña necia.

Mientras los jugadores se mueven, un hombre se aleja del grupo. La cachucha le cubre el rostro con esa barba tan desordenada como a veces se manifiesta su equipo en la cancha. Pasos rápidos, con los conos naranjas en las manos.

Colombiano al fin y al cabo, preocupado por las formas y la educación, muestra su gesto natural, que contrasta con aquellas actitudes ante Nueva Zelanda y Portugal: caballerosamente se acerca al personal de la Universidad Trinity. Saluda y agradece.

Y vuelve a sus quehaceres, esos, que otros técnicos delegan a sus auxiliares. Pero él lleva aún el ADN del que comenzó como preparador físico. Él sabe lo que quiere. Pone sus reglas.

Acomoda la primera pirámide de plástico en el césped. Minuciosamente cuenta los pasos antes de depositar el siguiente cono sobre el pasto. Y de nuevo, cuenta, y se agacha. Marca las fronteras del peloteo, mientras los porteros ya trabajan aparte y el resto juega al torito.

Después de montar su corredor imaginario, al colocar más de media decena de señalamientos, se inclina, como si fuera un ingeniero, y con un teodolito imaginario observa que el trazado del espacio fuera perfecto. Parecería que quisiera irrumpir con una carretera entre el silenciosamente sagrado recinto cultural y educativo.

Pone los brazos en jarras, asiente y regresa al grupo de los jugadores. Los camarógrafos no pierden detalle. Productores y reporteros siguen eligiendo el menú del desayuno, con harto café, claro.

Define equipos. Unos con casaca naranja y otros con la camiseta verde. Interesante. ¿Fraga, Chaka, Pereyra, Marín y Reyes, con Álvarez delante de ellos?

Para entonces, los reporteros se olvidan de los chilaquiles y el menudo, y empiezan a especular. ¿Dueñas, Orbelín y el Burrito? ¿Pizarro seguirá perdido donde no sabe, o no quiere o no puede jugar? Él saca sus piezas de la bodega. El simulacro de partida comienza.

"Pueden quedarse a ver esta parte del entrenamiento", grita él al jefe de prensa del Tri, Israel Márquez, quien asiente. Se iluminan los ojos de los representantes de una decena de medios.

El preparador físico Jorge Ríos se olvida de la innata caballerosidad del colombiano e increpa: "¡Eeeeh! ¿Quién les permitió grabar esto, el Profe?". Le explican que sí. Refunfuña. Se entera Ríos que tiene un bastón de mando... sin el mando.

Los camarógrafos persiguen el balón y los jugadores. Los reporteros hacen apuestas. Tahúres fallidos, seguramente. En todos los años de técnico, nadie, a este entrenador, le ha acertado una formación antes de un partido.

Raciocinio, estudio, características del rival, pálpitos, sueños, pesadillas y hasta un gesto del jugador saliendo del elevador, y tal vez hasta el horóscopo, pueden determinar de último momento el armado del equipo. Rotaciones.

En una franja angosta en media cancha, se amontona la veintena de jugadores. Dirige cada detalle. Entrega la pelota a los verdes y empiezan a circular la más codiciada gordita del mundo.

Intensifica la trayectoria caprichosa del balón. Batalla entre los guardaespaldas de la pelota y los acosadores de ella.

"Vaya, entregue rápido", grita lo más cerca que puede del que titubeó más de un segundo. En esa eternidad de un segundo, aparece un chileno o un alemán, y ¡kaput!.

"Vamos, cambien de lado, ya jugaron mucho por ahí, dele la vuelta", exige mientras enfila su cuerpo hacia la banda derecha.

Cuenta entonces él del uno al cuatro. "Vayan naranjas, vayan casacas, recuperen ese balón, presionen", y los invocados muerden a los verdes, quienes se apresuran a poner a salvo a la doncella de piel.

Da una pausa, y reanuda. "Acérquese, ayude, y usted entregue rápido", y eventualmente recomienda al domicilio móvil: "Allá a...", en dinámica de movimientos cortos en esa franja delineada por los conos.

Los gritos son constantes. Se acerca, gesticula, se inclina, se acuclilla, exige rapidez, se desespera, manotea, se contiene...

La invitación a la solemnidad matutina y sabatina de la Universidad de Trinity, era por quince minutos. Se tardaban más los camarógrafos en montar sus vigías ópticos que en ser echados, y además, no alcanzaba el tiempo para decidir el desayuno en ese cónclave entre productores y reporteros.

Porque, más vale perder al Tri que perder una tripa, ¡caray!

Pero esta vez fue distinto, y siempre es útil a los medios escrudiñar más allá de las obviedades del torito, las elongaciones o la pereza del estiramiento de algunos.

Súbitamente tras una seña, la función ha terminado. El telón ha caído, los medios deben salir de la zona de observación. "Muchas gracias (por venir)", dicen sin mucha convicción, los integrantes del equipo de comunicación del Tri.

Los camarógrafos cargan con el registro del día, los fotógrafos con tomas aspirantes a portada, mientras los productores interrogan para saber si se hizo el trabajo que ellos querían, pero nunca pidieron.

¿Los reporteros? Salen con más dudas sobre la alineación de México ante Curazao que para el menú inmediato del desayuno. Lo que sea, pero, con harto chile.

Él, sí, Juan Carlos Osorio, empieza a dar indicaciones, retoma casacas, arma otras parejas en el baile de su laboratorio. La temperatura va subiendo en San Antonio.

Sí, más allá de todas las agravantes con las que carga su equipo, incluyendo un sabor amargo en esta Copa Oro, Juan Carlos Osorio trabaja, sin duda, pero, como ya se sabe, en esa frase inmortal del inmortal Carlos Miloc: "El técnico es hijo de los resultados", y no necesariamente de aquellos de la Copa Oro o de las eliminatorias mundialistas.