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Con la pelota, el David Láinez le tunde al Goliath Miazga

LOS ÁNGELES -- Este fascinante, disfuncional e inocuo divorcio, sin matrimonio ni luna de miel previa, entre el futbol de Estados Unidos y México, siempre ha tenido protagonistas peculiares.

Algunos antagonistas/protagonistas de perniciosa memoria. Como algunos pasajes de Rafa Márquez y Oswaldo Sánchez, hasta la persistencia hormonal de Landon Donovan, quien, irónicamente, terminó becado en un futbol del que dijo alguna vez "quiero ver a los mexicanos humillados, de rodillas, llorando".

Pasajes como el de Ramón Ramírez, quien un día, harto de provocaciones, simplemente voltea y le asesta tremendo patadón a Alexis Lalas, como para que quedara claro que estatura y complexión física, se emparejan en la cancha y se desemparejan con futbol.

Este martes, Diego Láinez se convirtió en el bienamado del futbol mexicano. Obviamente el americanismo lo trepó a su altar como su nuevo emblema, y hasta quisquillosos rojiblancos, cruzazulinos y pumas, antepusieron la devoción al Tri sobre la animadversión a El Nido.

Láinez pelea un balón, jalonea, empuja y el árbitro marca falta. Matt Miazga, la víctima, por decirlo así, voltea y le reclama al americanista.

Láinez, desde su liliputense estatura confronta al larguirucho estadounidense de sangre polaca, al que ya le había tronado tres vértebras, descoyuntado la cadera y puesto a rechinar el esternón en un par de jugadas.

Miazga, que en polaco significa pulpa, mescolanza, mazacote, había sido convertido en ello, con la pelota de por medio. Y entonces, recurrió a la simpática postura de referirse a la estatura del osado mexicano, que casi sufre de tortícolis, esmerándose en alcanzar a verle la punta del copete al adversario.

Hay 26 centímetros de diferencia, pero Láinez le reta con esa postura de, diría el mejor narrador mexicano de la historia, Ángel Fernández, "sacando sus fierros como queriendo pelear", y el hombre del pulposo apellido, le responde con la mímica de que está muy pequeño para tirarse un intercambio de golpes.

Obviamente eso encrespa más a Láinez. Entonces irrumpe Ángel Zaldívar, y luego Edson Álvarez, de una carrocería similar a la del defensor del Chelsea, a préstamo con el Nantes, le meten un hombrazo y Miazga decide acusarlos con el árbitro.

Miazga seguiría burlándose de Láinez y éste le diría "pero al futbol no sabes jugar". Las puyas se esfuman, pero los vapores de la rivalidad entre EEUU y México, al final afloran. Hasta antes de esto, el juego había sido en tono soporíferamente respetuoso.

Más allá del desenlace, una expulsión necesaria, aunque muy circunstancial y accidental de Zaldívar, y el gol de Adams, que exhibe la oclusión mental de Alanís y Ayala, al enfrentar un pase obvio en diagonal, con el perfil vencido, la cita quedó pactada.

Los promotores del Tri se han puesto las pilas: si no hay un par de buenos juegos en fechas críticas en Europa dentro de su Liga de las Naciones, quieren invitar a Paraguay (con Juan Carlos Osorio) y a EEUU (con Miazga) a jugar en territorio mexicano.

Hay bobalicones que consideran que las burlas reiteradas de Miazga merecían una tarjeta, pero de ser así, Edson debía cargado con otra, por el empellón con el que le sacudió el omoplato al estadounidense y también sus restos de bravucón.

Hay otros que creen que Miazga debe ser castigado por FIFA, como ocurrió, por ejemplo, con el colombiano Cardona al jalarse las comisuras de los ojos para burlarse de los sudcoreanos, y lo que le originó cinco juegos de suspensión en amistosos. Creo que no hay comparación, porque el segundo es un ataque étnico, racista.

Al final, Miazga y Láinez deberán volver a verse en eliminatorias y en amistosos, tal vez en Copa Oro, y en esas extrañas revanchas que concede el futbol.

Y si el mismo jugador americanista, muy centrado en su comentario, asegura que no se sintió ofendido, es uno de esos pasajes, en los cuales habrá que dejar que el veredicto final lo marque la cancha de futbol.

Es pues, me parece, de esos poquísimos y deliciosos retos y duelos, en los que el reglamento y los remilgosos seres humanos deberían sacar las manos y dejar que el talentoso y el picapiedra diriman lo dirimible con la única arma inocuamente perfecta: el balón.