<
>

En el Camp Nou, Messi enciende las veladoras de Argentina

LOS ÁNGELES -- Barcelona es feliz. Argentina empieza a creer que puede serlo. En el Camp Nou se encendieron las veladoras ante el Obelisco de Buenos Aires o ante la Basílica de Salta y Santuario del Señor y la Virgen del Milagro.

Y no hablo de los goles de Lionel Messi al Liverpool. Hablo de los gestos de Lionel Messi a un punto indefinido en el universo cóncavo y exquisito del Camp Nou.

No he cambiado mi juicio hecho en 2009: Lionel Messi no ganará nada con la selección argentina. Y a quien me habla de que ha llegado a tres finales, les reitero que los subcampeonatos son el holocausto del fracaso.

Por eso, no hablo de los dos goles de Leo, sino de una esperanza en gestación para una ansiosa nación argentina. El sueño en embrión. La utopía albiceleste quedó preñada este miércoles en el Camp Nou.

Porque del Messi catalán hemos visto consumaciones más fastuosas. Mi favorita, siempre, aquella al Bilbao, en esa eternidad comprimida de 11 segundos. Verla de nuevo, hace que el ocio sea una inversión.

Su segundo guadañazo sobre los estertores del Liverpool, que incluso genera una sonrisa de embeleso traicioneramente justificable en Klopp, confirma cómo le ha agregado al Barcelona (y seguramente a Argentina) una pieza extraviada en el arsenal azulgrana.

Pero, por encima de sus goles que remachan el sarcófago del Liverpool, insisto, me quedo con sus aspavientos, con esa mímica brutal, rabiosa, agresiva, irreconocible. Gesticulaciones de un depredador.

Atila debió mirar así de reojo, con furia, los escombros y los damnificados de su recorrido de terror. Messi y sus Hunos. Pero, ¿y los otros, los argentinos?

Porque Leo se dirige a esa infinita y dócil muchedumbre de la tribuna, con la mirada hosca, el índice orquestando y el puño martillando severa y reiteradamente, el frenetismo demencial de un camino sin retorno.

Públicamente, Lionel prometió la Orejona, juramentó una nueva Luna de Miel con la Champions. Barcelona lleva años de celibato europeo.

Es tiempo, dijo, de saldar una deuda, ciertamente lacerante y supurante con la afición, en especial porque la damisela estaba secuestrada en el Palacio Blanco del Madrid.

Ese día, Messi ha jurado con sangre ser el espartano de su propio Leónidas.

Por eso, los goles hay que documentarlos para los juiciosos y los ociosos de las estadísticas, pero la mímica, los gestos, esas contorsiones del que gana batallas para llegar a la Gran Guerra, esos son heraldos purificados no sólo para Barcelona, sino para la nación argentina.

No disiento de muchos de esos juicios decepcionados en Argentina, que sólo son una Caja de Pandora de la frustración, porque en el fondo, como el mito griego, reposa su esperanza.

El segundo más grande de la historia, Diego Armando Maradona -sí, claro, debajito de Pelé--, le llamó Pecho Frío, le criticó por sus vómitos frecuentes y le reclamó que fuera 20 veces al baño a defecar su miedo antes de jugar por Argentina. El Pelusa habló desde el fondo de su desencanto.

Pero, este miércoles, ver esos poderosos desplantes ante un poderoso adversario, en un poderoso escenario y en el epicentro de un poderoso circo mediático como la Champions, seguramente en Argentina empezaron a frotar esas urnas, esas ánforas, donde mantienen cremadas las ilusiones de un nuevo título.

Barcelona, pues, es feliz. Argentina empieza a creer que puede serlo. Porque desde el Camp Nou se encendieron las veladoras ante el Obelisco de Buenos Aires y ante la Basílica de Salta y Santuario del Señor y la Virgen del Milagro.

O tal vez no son veladoras, sino luciérnagas, con esos guiños luminosos del temor a otro desencanto.