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Y es que la Champions sólo es para legítimos 'champions'

LOS ÁNGELES -- Aún con la Final en la encrucijada del misterio, la Champions ha dejado disertaciones ejemplares. Y las lecciones germinaron en la médula misma de los finalistas.

Más allá de la escrupulosidad de los dirigentes de Liverpool y Tottenham para armar planteles, o de la habilidad quirúrgica de Klopp y Pochettino en el diván y en el pizarrón, más allá de esas manifestaciones legítimas, hay una prédica aún más poderosa.

Ellos, quienes pisaron la cancha, evangelizaron de forma maravillosa, durante 180 minutos, sobre el oficio privilegiado de futbolista.

Muchas veces ridiculizados de forma generalizada como divas y vedettes, pero, estos jugadores, de Liverpool y Tottenham, consagraron majestuosamente el perfil ejemplar de un futbolista profesional.

Y tal vez esa es la más generosa herencia, el más valioso legado de las Semifinales de la Champions: los futbolistas demostraron a todos sus congéneres que son capaces de llegar al límite de no conocer sus verdaderos límites.

Ambos equipos, crucificados por el marcador en los Juegos de Ida y por las lesiones inclementes de sus referentes, terminaron poblándose de 11 oráculos en la guerra final y definitiva. Ni Leónidas tuvo esta clase de espartanos.

Y, así, a la soga misma que colgaba de su pescuezo, los jugadores de los equipos ingleses la convirtieron en un moño de gala, con la seda de la victoria.

Insisto, no menosprecio el trabajo preciso verbal y táctico de sus entrenadores, sin embargo, la devoción, la disciplina, el compromiso, la filiación ensangrentada con una misión de matar o morir, trasciende la hazaña misma.

¿Entenderán el resto de los futbolistas, en ese universo de pompa, gala, narcisismo y socialité en que viven, el encanto privilegiado de ser predestinados a uno de los oficios mejor pagados y más admirados del mundo?

Eso sería lo deseable. Que a partir de la sublimación, de la exaltación ejemplar de pasión, de fervor, por el futbol, que dejaron para la historia en los acápites de oro de la historia de la Champions, el resto de los jugadores aprendiera de ella.

¿Cuántos jugadores habrán sentido cuánta vergüenza y oprobio profesional, personal, deportivo, familiar, porque se quedaron en el camino al no tener esa hambruna extrema por la victoria, por la gloria, por el deleite simple del deber cumplido?

Pero, sobre todo, cuántos habrán hecho suya al reprimenda, el reclamo, el regaño, el apercibimiento público porque ellos no fueron capaces de pelear cada balón y cada segundo, hasta el último balón y hasta el último segundo.

Y cuántos aprenderán, a partir de sus próximos 90 minutos de privilegio a tratar de ser capaces de librar su propia batalla con el aburguesamiento, la comodidad, la desidia, para hurgar en sí mismos si aún conservan intacto, un poco, la menos un poco, de los mucho que tuvieron sus colegas de Liverpool y Tottenham.

¿Se imagina incluso a ese bajito, con rostro de zarigüeya asustada, genio y artista con el balón, vestido de azulgrana, envuelto, arrastrado, contagiado por la vorágine competitiva de los once que tuvo enfrente y de los once de Pochettino?

Seguramente, pero muy seguramente, ya habríamos dejado de compararlo con Pelé, Garrincha y Maradona, para empezar a compararlos a ellos con él, con ese, futbolista más prodigioso del mundo, pero del que dicen, idos Xavi e Iniesta, ha quedado en el desamparo.