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Adiós, Mantequilla

Allá por 1974, este cronista anduvo por Albuquerque, Nuevo México, para asistir a lo que el empate entre Bob Foster –uno de los mejores campeones medio pesados de la historia- y Jorge Ahumada. Había ganado el mendocino para nosotros, pero después de todo, Bob Foster era además de un excelente boxeador, el sheriff del pueblo. Ya de vuelta y de paso por el D.F., nos encontramos con Miguel Marín,

“El Gato” portero estrella del Cruz Azul, ex-Vélez en Argentina.

-Soy amigo de Mantequilla Nápoles, porque los dos llevamos a nuestros hijos al mismo colegio. Así llegamos con los colegas Ricardo Arias y Alberto Luciani a la cantina de Mantequilla.

En ese momento, venía de perder con Carlos Monzón, pero todavía era el campeón de peso welter. Mejor dicho uno de los mejores campeones del momento. Cubano de nacimiento, cuando Fidel accedió al poder decidió emigrar a México. Lo de Mantequilla venía por su estilo casi resbaladizo, plástico, elegante, una especie de arquetipo de la “Dulce Ciencia”.

Buen caminar, manos veloces y certeras, pegar y no dejarse pegar, dando espectáculo de alta escuela. De aquella charla recuerdo el deseo del cronista y de muchos, de verlo frente a un grande de la defensa, como Nicolino Locche. Obviamente elogió a Carlos Monzón, con un “es un grande de verdad. No siempre se es grande en la victoria; el problema es cuando se pierde".

Nápoles enfrentó a Monzón bajo la carpa de un circo parisino, en una pelea organizada por Alain Delon. Dio todas las ventajas, puesto que era un welter natural contra un mediano grande, que a la noche de la pelea era un medio pesado. Mantequilla recibió una tremenda, inclemente paliza, y siguió avanzando y buscando y peleando como un guerrero de raza, como un boxeador de linaje.

Finalmente, el mismísimo Ángelo Dundee, que estaba en el rincón como cura heridas, decidió que la pelea no iba más. Entre el hombre y el técnico o manager, en Ángelo predominó, como siempre, el hombre con corazón. No tenía caso seguir.

-Lo felicito –le dijo más tarde Ángelo a Amilcar Brusa, el técnico de Monzón- tiene usted un boxeador práctico, tremendo, un enorme campeón que hace todo al pie de la letra.

Mantequilla era un amante de la buena vida, de los tragos, los lujos y las bellas mujeres. Un bohemio del ring, que se divertía peleando. Sus lastimadas cejas le traían problemas a tal punto que terminó perdiendo ante John Stracey y seguramente más sus heridas que por la pelea en sí.

En el diciembre de aquel año de nuestro encuentro, viajé a México para ver su pelea titular con Horacio Saldaño. Mantequilla resolvió el compromiso con soltura, elegancia y contundencia. Noqueó con absoluta facilidad y luego, apuntándole con un guante a Lectoure, lo miró como diciéndole: “Esta va por Monzón”. Carlos mientras tanto, se quedó en los vestuarios, masticando bronca, porque no le gustaba perder ni por delegación.

Habrá muchos recuerdos escritos con más datos, con más perfiles y con más sensaciones sobre Nápoles. Preferimos evocarlo en aquella cantina, sonriente, agradable. O en una noche en Buenos Aires cuando viajó para inaugurar junto con otros campeones la estatua a Carlos Monzón en Santa Fe. Riendo, abriendo los ojos, como asombrado, y extendiendo las palmas de sus manos hacia lo alto, contaba:

-Cuando subí al ring me di cuenta de que Monzón era grandotote asi!!!!

Abría las manos extendiéndolas al cielo, Mantequilla. Su nombre ya estaba inscripto en los anales de la literatura grande, porque aquello de “La Noche de Mantequilla” de Julio Cortázar. Abría las manos extendiéndolas al cielo, Mantequilla, recordando a Monzón, a París, sonriendo a pesar de la derrota. Sonriendo como aquellos que saben vivir. Sonriendo, como lo fue y será: un artista talentoso con guantes que subía al ring a dar su corazón, su estilo y su talento, aquel de la “Dulce Ciencia”.