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Barco, una aparición inesperada

BUENOS AIRES -- El surgimiento del muy joven Ezequiel Barco en la primera de Independiente, decorado con un golazo ante Godoy Cruz, empieza a dar que hablar.

Con la avidez de promesas que cunde en el fútbol argentino, donde no abunda el talento y tampoco se lo fomenta con energía, proliferan los adjetivos y las predicciones de éxito.

Gabriel Milito, el entrenador que lo promovió con sólo 17 años, haciéndolo saltear casi todas las divisiones inferiores, parece un hombre cauto y ha dicho que no hay que apresurarse.

Que las señales son alentadoras, pero que la carrera de un futbolista es inestable, llena de lisonjas pasajeras que se tornan reproches a los cinco minutos, y que es necesario estar maduro para afrontar esos vaivenes.

En suma: ojo con creérsela, advierte Milito, y es de esperar que tales consejos sean los que le dispense al juvenil Barco en la intimidad.

Pero antes de que todos quedaran encantados con esta nueva joya emergida del potrero inagotable de la Argentina, el jugador nacido en Villa Gobernador Gálvez, provincia de Santa Fe, peregrinó de más chico por algunos clubes en los que fue rechazado sin miramientos. Entre ellos, Boca y River.

Claro. Un jugador esmirriado, gambeteador, con el diez en la espalda desde el parto, es, si se quiere, un modelo en desuso. No encarna lo que supuestamente reclama el mercado, más inclinado a futbolistas atléticos y polivalentes.

Probablemente la técnica no incida tanto en las decisiones de los cráneos que manejan las divisiones inferiores como la funcionalidad estratégica, la capacidad de adaptarse a tareas diversas, en especial en gestión defensiva.

Y estos chicos como Barco no tienen, a priori, pinta de volantes sacrificados, sino de inspirados malabaristas.

Por lo tanto, aunque ahora nos parezca una barbaridad, están más cerca de rebotar en alguna prueba masiva que de ser recibidos como potenciales figuras.

Con el diario del lunes, con Barco incorporado a la estructura de un equipo profesional y aplicando su habilidad de manera productiva, todos aplauden a rabiar. Todos celebran el ADN del futbolista criollo.

Sin embargo, algo de hipocresía existe en esa euforia. En general, se ha dejado de apostar por esa clase de futbolista. Se los juzga ornamentales, incompletos, anticuados. En el mejor de los casos, un bello recuerdo de tiempos románticos.

Por más que Messi esté ahí, en la cima del mundo, para desmentir esos prejuicios.

No es extraño que haya sido Milito el entrenador que le franqueó la puerta de la primera en un momento en el que urgen los resultados.

Hacen falta personalidad, buen ojo, formación y experiencia en inferiores para distinguir la paja del trigo. Y para tirarle una camiseta pesada a un chico que bien podría aguardar su turno unas cuantas temporadas.

Algún otro habría optado por un futbolista más “seguro”. Cuya presencia fuera bendecida por el sentido común y entrañara menos riesgo.

Aunque suene paradójico por la capacidad insinuada hasta aquí por el chico Barco, su festejada inserción en Independiente es un hecho inesperado en el fútbol de mercado.