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La Selección soy yo

BUENOS AIRES -- Parece una maldición. Porque no hay demasiadas razones futbolísticas para el nuevo tropiezo de la Selección justo en la final. Argentina, aunque su nivel estuvo por debajo del de actuaciones anteriores, hizo lo suficiente para ganar ante un rival que aportó apenas su dureza y el aguante físico para llegar hasta los penales.

Pero, aunque no se perdió durante los 120 minutos, tampoco se ganó. Y tampoco, como en las finales de 2014 y 2015, hubo nadie capaz de meter un gol. Ni uno solo en 360 minutos.

El equipo de Martino fue el mejor de la Copa América Centenario. El dato, al menos para esta generación necesitada de una vuelta olímpica, no dice demasiado. El objetivo excluyente era el premio mayor. Único modo de saldar la deuda, de hacer borrón y cuenta nueva.

Por eso se entiende la reacción intempestiva de Lionel Messi. Su promesa de renuncia. Significa poner fin a un lastre que arrastra durante años y que ninguna genialidad, de las tantas que prodiga, puede mitigar. Messi tuvo una final participativa. Se diría que en exceso.

Se le notó la voluntad ocuparse en solitario del destino de la Selección. Empecinado en la gambeta heroica, buscó abrir surcos en una defensa obstinada. A veces lo logró; otras, obtuvo faltas provechosas. Pero no bastó. Nunca basta cuando un futbolista toma el lugar del equipo.

Messi, portador orgulloso y acaso inconsciente de una mochila aplastante, se hizo cargo de su apellido, de la presión que proviene del público y los periodistas, y acometió la revancha definitiva. La que borraría hasta el último pero.

Si todas las fichas estaban depositadas en sus pies, en su imaginación y en el respeto reverencial que despierta en los adversarios, es lógico que se sienta el padre del fracaso. En la cancha, absorbió un protagonismo desbordado. En detrimento incluso de la lucidez para interpretar ciertos momentos del partido.

A la hora en que se pasan las facturas, también se puso primero en la fila para recibir los palos. Dijo fui yo y anunció el adiós. Quizá algún coletazo esotérico –esas tentaciones que acuden cuando la razón no alcanza a justificar lo que sucede– le hizo pensar que, al margen del talento impar que se le reconoce, su presencia tiene algo de ominoso. La falta de fortuna –las chances repetidas de hacer goles que jamás se concretan– parece producto de un hechizo.

Es probable que, con el correr de los días y las reflexiones más distantes, Messi revea esta decisión y enfoque el próximo Mundial como el desafío próximo. Ojalá no insista en despilfarrar ese último cartucho. También sería un noble gesto del público, una vez pasada la bronca, pedir por la continuidad de Leo.

Que nadie tenga dudas: no vendrá uno mejor. No existe el mesías diseñado para ganar torneos. Eso de ganar sin jugar (las finales) es un cuento de los periodistas chapuceros. Mientras tanto, se comprende el deseo de deserción de Messi. La renuncia conlleva, además de la tristeza, un modo no verbal de disculpa. Por lo que se aguardaba y no hizo después de intentarlo cien veces. Pero, sobre todo, implica disipar una obsesión.

Acabar con la zanahoria que nunca se alcanza, como en una pesadilla recurrente.