Fútbol Americano
Rafael Ramos Villagrana | ESPN Digital 6y

Los mexicanos, esa catedral ambulante de fe

MOSCÚ -- Esa sensación arraigada. Esa, de que sí se puede. Esa de que sí se quiere. Esa…

En el elevador del hotel alisan sus galas Mario Carrillo y Jared Borgetti. “Vamos a ver una nueva historia…”, dice Jared. “Ayuda que seamos positivos, eso siempre ayuda”, tercia Carrillo, más adeptos ambos por la selección mexicana que preocupados ambos por la selección alemana.

Aún transpiran a cancha, a ese almizcle híbrido y orgulloso de victoria y derrota. Porque las medallas que ambos se cuelgan, se las entregó el juego, el vestuario, los mundiales.

“Hay quienes creen que no podemos, lo importante es que todos creamos que sí podemos”, explica Borgetti ya rumbo al vestíbulo del hotel.

“Y ahí abajo, ahí, en la cancha, estás solo, es un equipo, pero también hay batallas individuales, y esas las enfrentas a solas. Ya estuve ahí dos veces, y sé qué se vive”, agrega Mario Carrillo.

En la cafetería del centro de prensa, Chucho Ramírez y su esposa Lourdes, nutren a los nervios con el esmirriado menú del cafetín. El campeón mundial Sub 17 en Perú 2005, endurece el rostro: “Hoy, antes del juego, ya todo es convencimiento, transmitirles, mostrarles la grandeza del momento, y lo que hay después de la grandeza de ese momento”, explica mientras aprieta el rostro con la mímica del espartano.

“Y claro, te aguardas algún detallito táctico sobre el rival, para sorprender, pero ya lo que tenías que trabajar ya lo hiciste”, añade con ese mensaje nervioso de que el reloj consume con caracoles sus minutos.

Sí, sí hay quienes anhelan, sueñan, se identifican, se proyectan, se mimetizan, se inquietan, sufren porque tuvieron la bendición de la cancha, la bendición húmeda de su propio éxtasis y de su propia agonía.

Porque, al final, fueron, han sido, son y serán, ellos, Borgetti, Carrillo y Chucho, seleccionados nacionales… Y sí: creen en lo que quieren creer, sin creer en el pasado.

LAS HUESTES…

Y los otros. Esos, los trashumantes de la fe. Esos, los mexicanos. Esos, los peregrinos de la fe y la esperanza.

Cuatro horas antes del juego sitian al Estadio Luzhnikí. Cuatro horas antes del juego algunos reposan en la sombra, evidentemente reposando la mona, la cruda, la resaca.

Las noches de Moscú tienen, los describiría Alberto Cortez, un enorme “sarape tejido con tejido de estrellas, y un sombrero de luna”. El Cielito Lindo enciende las luces del Kremlin y apacigua los fantasmas de la Plaza Roja, mientras lo visten de las galas mexicanas.

¿El ritual? El mismo de siempre, con los mismos de nunca. Máscaras como alas de mariposa. Sombreros zapatistas, villistas, norteños. El maquillaje enseñorea los rostros. Esos rostros embadurnados de bandera, esos tres dedazos como si hiciera falta presentar prueba de sangre para exudar el origen.

Ese gen, ese ADN itinerante, esa brújula sin norte, esa Rosa de los Vientos del abandono y el reencuentro, los arrima, con esa pasión por la selección mexicana.

Aficionados de Los Ángeles pagaron mil dólares en la reventa por ser testigos de ver si hay algún atisbo, algún milagro de que sus fantasías no se vean superadas por la realidad. Miles, decenas de miles, son inmortalizados por los ojos y las memorias de todos los países. Moscú tiene un huésped ruidoso, aunque sabe que por ahí, en la inmediatez del cuarto partido, deberá llegar la noche más larga, la del despido, esa, en la que el desaliento se vuelve tan o aún más ruidoso que la del festejo.

Al final, siempre, esa catedral ambulante de la fe, consuma y consume su ceremonial con la misma vehemencia y enjundia. Tanto si hay que enterrar a sus vivas ilusiones como desenterrar a sus muertas costumbres.

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