Fútbol Americano
Brian Phillips | Especial para ESPN FC 5y

Es hora de arreglar la Liga de Campeones o comenzar una mega liga europea

Existe una extraña especie de inflada tesis conceptual que parece contagiar a las competiciones futbolísticas internacionales, lo cual resulta fascinante, porque a menudo atenta contra la naturaleza de los propios torneos.

Se comienza con una idea simple; por ejemplo: vamos a descifrar cuál es el mejor club de Europa. Después de ello, se comienza a diseñar el torneo y hay muchas discusiones de por medio: antes de que uno se dé cuenta, comenzamos a tratar de recordar si la sexta confederación de acuerdo al coeficiente de la UEFA recibe una o dos fechas libres de forma automática dentro de las previas a la fase eliminatoria de subgrupos, o si el equipo perdedor con el diferencial de gol más alto termina clasificado de forma directa a la tercera fase “todos contra todos” de la Europa League o si tiene que jugar primero contra el Borussia Monchengladbach y luego, todo se percibe como demasiado abstracto. Y de alguna forma, mientras intentas buscar todo en Google, terminas accidentalmente viendo tres comerciales de Heineken y uno se pregunta si no sería buena idea dejar de ver fútbol y hacer algo comparativamente más sencillo; por ejemplo, aprender sobre teoría de números avanzada.

Pienso en la teoría de números y también en Heineken, porque la Champions League ruge con fuerza para volver a la vida esta semana, con la Fecha 2 de la fase de grupos. La Champions no es, obviamente, el peor ejemplo de esta inflación a la cual me refiero. En cuanto a su formato, es sumamente simple, comparada con la Europa League, un torneo tan horriblemente complicado que futuras generaciones lo utilizarán para así predecir cuando llegará el fin del mundo. (“Cuando el Feyenoord entre a la sexta casa…”).

Pero la Champions League, en relación a su particular y angustiante relación con la diversión que ofrece a sus audiencias, es un caso revelador de la forma en la cual el dinero, la política y los medios de comunicación (junto a los intereses en competencia que rodean a cada uno), pueden alterar los elementos esenciales de una competición futbolística moderna.

La forma en la cual se desarrolla el torneo implica que estamos permanentemente viendo partidos que no tienen tanto en juego como debería ser. La fase de grupos, a medida que avanza, nos garantiza que los clubes más pequeños tienen mucho tiempo delante de las cámaras de televisión, pero los equipos más grandes siempre tendrán mayores posibilidades de avanzar. Las rondas de eliminación a ida y vuelta sirven para preservar la estabilidad y las ganancias publicitarias inherentes a ella, por encima del elemento sorpresa. No hay nada malo en ello, para ser justos. Pero en ocasiones hace ver a la Champions como una especie de hibrido aburrido, ubicada en un punto medio entre el verdadero drama de un torneo de eliminación simple y el maximalismo descarado de una súper liga corporativa.

¿Es la Champions entretenida? De cierta forma, obviamente debe serlo. Es el único evento en el cual los grandes clubes de distintos países europeos se enfrentan por algo que a la gente realmente le interesa y eso inevitablemente acarrea mucha emoción, mucho drama periférico (a veces, el torneo explota debidamente a su himno cuasi operático, que parece un tema compuesto por una boa de plumas sobre sí misma) y muchos partidos interesantes.

A veces, estos encuentros son asombrosos. El Liverpool-PSG de la primera fecha fue un acontecimiento feliz de inicio a fin, incluso si parecía enfrentar de forma simbólica a dos de las influencias más corruptoras presentes en el fútbol contemporáneo (“el poder inerte de los clubes establecidos” por un lado y “los nuevos ricos” por el otro).

Hay algo extraño en la forma en la cual la Champions League parece manejar su capacidad para deleitar a las audiencias: la forma en la cual siempre parece ser algo entretenido, aunque trata de dosificar su atractivo, buscando que le dure un largo periodo de tiempo. Parece manejar un fideicomiso propiedad de un adolescente caprichoso. La Champions parece siempre decirnos: “No, Eric, no puedes tener un jet ski hasta que llegues a Dartmouth”. La emoción del Liverpool-PSG siempre fue moderada por la percepción que se tiene del contexto de la fase de grupos, en la cual los partidos son importantes, pero no demasiado importantes; aparte, por la sensación que se tiene del largo y lento camino por recorrer, en el cual se deben encontrar y superar cualquier clase de deficiencias e infortunios para así llegar a la final.

Piensen por un segundo en ello. ¿Cuál es el partido más emocionante que se puede ver en el deporte? Una final, ¿cierto? Y después de la final, tenemos un partido a muerte súbita, como los que presenciamos en las fases definitorias del Mundial. He allí donde hay más en juego: el ganador avanza y el derrotado debe regresar a casa.

No sé que pensarán ustedes, pero como aficionado a los deportes, prefiero la emoción por encima de la paciencia o la matemática cuidadosa. Pero en la Champions, como es el caso de la mayoría de los grandes torneos del fútbol, la función de las complejidades del formato es casi siempre disminuir, en vez de intensificar, la tensión inherente al encuentro en particular porque el formato casi siempre busca disminuir lo que hay en juego. En vez de partir a casa, el perdedor de un encuentro en fase de grupos solamente queda en ligera desventaja dentro de un minitorneo “todos contra todos” con múltiples fases que casi siempre enfrenta a unos pececillos contra quienes los grandes clubes pueden resolver sus problemas. Incluso después, en las fases de eliminación, el formato les da a los equipos dos partidos a jugar en vez de uno sólo para determinar cuál equipo va a avanzar.

Si el formato de eliminación simple nos garantiza el torneo deportivo más emocionante, entonces ¿por qué la Champions no hace el cambio a partidos de eliminación de vida o muerte? Puede parecer una pregunta ingenua, pero en realidad se puede pensar que una competencia atlética que necesita de cien sopranos para anunciar su entrada a escena intentaría ser lo más apasionante posible.

Aquí es donde las cosas se hacen interesantes, porque la Champions League, obviamente, tiene muchas razones para no querer ser apasionante y casi todas ellas tienen que ver con la importancia del torneo y sus implicaciones, en vez de la mera diversión. En otras palabras, semana tras semana, la Champions tiene fuertes incentivos para no importarle si los hinchas disfrutan de ella o no.

El primero de estos incentivos es el más defendible: la equidad. De hecho, quizás la mejor definición sea “fiabilidad”. Una de las razones por las cuales un torneo a eliminación simple es tan entretenido al punto del delirio es que maximiza las posibilidades de una sorpresa: sólo piensen en lo que ocurre en las primeras rondas de los torneos de baloncesto universitarios de la NCAA, tanto masculino como femenino.

Dicho llanamente: mientras mayor tiempo duren dos equipos enfrentándose uno contra el otro, hay mayores posibilidades de que el mejor equipo se imponga. Las sorpresas son entretenidas para los aficionados, pero, si se está armando un torneo con el objetivo de identificar cuál es el mejor equipo, eso implica la existencia de una falla en su diseño. Hay que dejar que los equipos jueguen mayor cantidad de partidos y a pesar de que cada encuentro se siente menos urgente, como inevitablemente será el caso, se incrementarán las probabilidades de que el Real Madrid termine siendo campeón por cien ocasiones consecutivas y así enloquecer a todo el mundo. Así, de alguna forma, porque el mundo es así de misterioso, se habrá logrado el resultado científicamente correcto.

Por supuesto que hay otros motivos por los cuales la Champions League querrá minimizar la posibilidad de un batacazo. Mantener el interés de las hinchadas de los grandes clubes por mayor tiempo posible no les hace daño a los índices de audiencia de televisión. Los altos ratings televisivos tampoco les hacen daño a esos comerciales de MasterCard.

Lo que quizás sea lo más significativo: la Champions League representa un desesperado pacto continuo entre las asociaciones europeas más populares y poderosas (como la española e inglesa) y las más pequeñas. Los clubes más grandes siempre están amenazando con desatar el apocalipsis de la UEFA al separarse y formar su propia Súper Liga europea, amenaza que sirvió para la implementación de los cambios de formato más recientes. A partir de este año, los cuatro primeros clubes de las cuatro principales asociaciones del continente tienen puestos garantizados en la fase de grupos. Previamente, solo algunos de estos clubes tenían puestos garantizados y el resto debía clasificar mediante un sistema que me recordaba a un debate académico en latín.

Los clubes más pequeños también se la pasan amenazando a la UEFA. No sé que amenazan con hacer, exactamente, pero sí están quejándose constantemente en los medios.

Este pacto diplomático a cuatro dimensiones que ha armado la UEFA para así mantener a todos sus miembros contentos implica que la competencia ligeramente aventaja a los clubes que ya tienen mayor fortaleza mientras que los equipos menores siguen teniendo muchos partidos que jugar. Todos reciben su pedazo del pastel. Los gigantes corporativos se turnan para levantar el trofeo mientras que los teloneros tienen su chance de perder constantemente ante las cámaras de televisión, aunque eso sí, recibiendo sus ganancias económicas.

No hay nada que esté necesariamente mal con este arreglo; es difícil percibir otra forma de satisfacer a todos los clubes, una vez que aceptamos el hecho que mantenerlos a todos satisfechos es algo necesario. Aunque sí se ve algo extraño bajo la lujosa apariencia de guerra épica que nos ha vendido la Champions como su marca. La UEFA dispone de muchas trompetas para anunciar lo que es, esencialmente, un ejercicio gradual de predictibilidad y continuidad. La secuencia de presentación puede que esté llena de rayos laser y caos digno de una película de alto presupuesto, pero este torneo valora la estabilidad por encima de todo. Incluso, convierte lo que pueden ser sus partidos mas emocionantes en momentos de precaución. Es un concurso de gladiadores creado y diseñado por una consultoría de contadores.

A veces pienso que el problema con el fútbol del siglo XXI no es que el dinero haya transformado todo, sino que el dinero ha transformado las cosas solo a medias. Se podría decir, supongo, que hay dos tipos de diversión en el fútbol. Existe el tipo antiguo, donde el juego está arraigado en la comunidad, los clubes son expresiones auténticas de la cultura de los seguidores y algo está destinado a estar en juego además de los ingresos por publicidad, y entonces está el nuevo tipo, donde todo está mediado y empaquetado para la televisión. Y lo que es divertido es el deslumbrante espectáculo comercial.

La Liga de Campeones quiere ser ambas cosas a la vez, por lo que da la impresión de preocuparse por los clubes pequeños y, en última instancia, atiende exclusivamente a los ricos. Pero el resultado es el pequeño escalofrío de alienación que tú sientes durante la fase de grupos, cuando sabes que se te están pidiendo que inviertas tus sentimientos en algo que ha sido calibrado con mucha precisión para ser un poco menos que honesto.

Si yo manejara el fútbol, el campeonato europeo de clubes estaría abierto a mil equipos cada año. Cada ronda sería de eliminación sencilla y de vez en cuando podríamos ver el bello e hilarante espectáculo de un equipo belga de Tercera División B derribando al Manchester United, aunque hay que admitir que no está claro si esto calificaría ahora como una sorpresa.

¿A falta de esto? Creo que la Liga de Campeones podría ser más divertida si abarcara más plenamente su naturaleza malvada. Estamos aquí para comprar camisetas, ver comerciales de Playstation y ver a Chelsea jugar contra la Juventus, y, a menos que seas fanático del Club Brugge, no está claro dónde o cómo el Club Brugge influye en cualquiera de esas prioridades.

Para el caso, ¿por qué no tener una Súper Liga europea disidente? Todo el mundo estaría furioso por eso y entonces sería espectacularmente popular. ¿Podríamos idear una temporada completa en la que el Manchester City solo jugara en Barcelona? ¿Cabe una trompeta dentro de otra trompeta? ¿Podría el Manchester City jugar de alguna manera consigo mismo?

Los diseñadores de torneos tienen que equilibrar muchos factores. Pero la naturaleza humana es la soprano más ruidosa de todas.

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