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La Vie en Rose

El astro de los Bulls jugó sólo 100 partidos en cuatro temporadas debido a sus lesiones AP Photo/Nam Y. Huh

Supongamos que usted es bueno en algo. No bueno, muy bueno. Más bien excelente. En ese recorrido que transita a diario, recibe el reconocimiento de sus pares. Usted es joven, quizá demasiado para esta vida. Aún no tiene edad para conducir, no le permiten ingresar a los bares y lo único que sabe de los casinos lo ha visto en las películas.

Pese a todo, usted sabe que pronto -muy pronto- su vida tendrá mucho de esto. Y habrá que convivir con esas luces que, a esta altura, lucen tan brillantes como irremediables. Porque la fama está ahí, a la vuelta de la esquina. El séquito alrededor le palmea la espalda. Ese coro insiste en que es el elegido, que el cielo para algunos se vive en la tierra y que usted, límpido, virgen de manchas, está listo para calzarse las alas y volar más alto que los demás. Ser la llave que abre todas las puertas, la rueda de auxilio de una familia que espera a su mesías expectante, como si el destino tuviese siempre una carta de reparación, un ying y yang occidental, una porción buena que oculta la totalidad de lo malo.

Nadie ve el esfuerzo detrás del goce. Las horas en el gimnasio, las privaciones, las elecciones. La disección del tiempo en edades tempranas, que sólo exhibe su crueldad cuando, años después, toca la puerta de los pensamientos la nostalgia. Mira a su alrededor y ve que los demás disfrutan mientras usted, el elegido, se esmera. Se pregunta si es verdad lo que algunos dicen, que la suya es la vida que todos quieren vivir. Es curioso, porque usted piensa exactamente lo contrario. Sobre todo cuando pasan las horas, los días, los años y ya no puede volver atrás. La bendición, muchas veces, tiene disfraz de condena. Siente culpa, para qué negarlo, porque bien sabe que todos quisieran ganarse la vida como usted lo hace: jugando al básquetbol. Es una contradicción permanente la que vive en sus entrañas.

Entonces un día ese camino plagado de obstáculos se hace llano. Y el sacrificio paga. Se presenta la oportunidad de su vida, dejar de ser un niño para convertirse en un hombre. Abandonar el estado de confort para llegar a la meca de lo que hace. Y con el recorrido a cuestas, usted sabe muy bien que los derechos vienen con obligaciones. Pero hay algo que le permite ser diferente a los demás: usted ama lo que hace. Lo ama con todo su ser, y eso hace que el esfuerzo, el sacrificio, las horas gastadas dejen de ser gastadas para ser invertidas. Y es ahí cuando el balón deja de ser un pico y una pala para transformarse en una extensión de sus extremidades. El básquetbol deja de ser su oficio para transformarse en su vida. En su alma. En su espíritu.

En su lucha.

Empieza a aparecer en los diarios. En los canales de televisión, en los sitios de internet. Usted habla sin hablar. Dicen cosas que jamás imaginó. Su familia, sus amigos, su entorno cercano se preocupa y usted, entonces, explica lo que no merecería explicarse. Mientras tanto, juega. Y lo hace cada día mejor. Le dicen que en su equipo jugó antes alguien que lo hacía mejor que nadie. Y que usted, poco a poco, lo está alcanzando. Hace oídos sordos a las plegarias y escucha a su entrenador, que lo quiere y lo respeta porque, dice él, usted tiene ética de trabajo. Eso lo reconforta y lo obliga a más. Se entrena, se entrena y se entrena un poco más. Y entonces llega lo que estaba esperando: ya no es el mejor de su casa, el mejor de su barrio, el mejor de su ciudad, el mejor de su país. Llega alguien y le entrega un premio que significa que usted es el mejor del mundo. Sonríe para la foto, querido amigo. El zoológico de cristal ha sumado a su mejor pieza. Y justo cuando todo parece unificarse en un mismo lugar, cuando las señales indican que verdaderamente usted es el elegido, ocurre lo que, hasta ese entonces, no consideraba. Su rodilla gira para un lado y su torso para otro. Siente las esperanzas convertirse en añicos. Los diarios, los canales de televisión, los sitios web siguen hablando, pero ya no de la misma manera. Hacen preguntas que duelen, dardos hirientes que se esbozan como palabras pero que se incrustan en su corazón.

Y es aquí cuando usted regresa a sus primeros pasos y se pregunta si todo el recorrido valió la pena. No importan la fama ni los millones. Cuando una persona vive sumergida en el ruido, siente un temor profundo por el silencio. Pero usted, en vez de quejarse, de deprimirse, de alertarse, vuelve a trabajar. Porque recuerda que la diferencia con los demás es que usted se desvive por su arte. Y eso lo convierte en indestructible a sus propios ojos, que son los únicos que importan. Son meses de ostracismo, su nombre ya deja de estar en los planos de preferencia. Su cara ya no figura en los carteles publicitarios. Y usted, entonces, aprende. Del juego y del negocio. De que las palabras y las cosas suelen abrazarse y también empujarse. Las rosas exhiben belleza y ocultan espinas.

En el silencio trabaja duro. Son horas y horas ejercitando músculos, esquivando miradas, ocultando miedos. Piensa sólo en volver a vivir lo que alguna vez vivió, sin reparos ni distancias. Observa de reojo el balón y sufre, al punto tal de dejar escapar más de una lágrima en el proceso. Y entonces llega el día de su vuelta. El foco vuelve a escena, pero usted ya no siente esas caricias como antes. Es difícil volver a poner las manos en el fuego cuando uno ya se quemó. Ingresa a la cancha colmado de expectativas y recupera algo de la gloria de su pasado. Pasan los días, los meses y una noche, con la confianza ya reconstruida, realiza un movimiento atípico que le ocasiona otro colapso en su rodilla. Nuevamente siente el frío del parquet y las voces ralentizadas de sus compañeros. El mundo se paraliza una vez más y usted piensa, en ese preciso momento, que ya está. Que no lo quiere volver a hacer, que ha sido suficiente. Pero hay algo dentro que le obliga a levantarse. Un peleador escondido que lo pellizca y le dice que todavía puede, que necesita hacerlo, pese a que todos creen lo contrario.

Y usted, entonces, se convence y comienza de nuevo. Los murmullos se reproducen de manera geométrica. Pasa más de un año y cuando todos empujan por su vuelta, decide esperar, porque, argumenta, aún no está preparado mentalmente para su regreso. Piensa en lo que atravesó y no en las presiones del entorno. Sabe de lo que habla, porque aprendió en ese camino sinuoso. Finalmente, vuelve a bailar después de un tiempo prolongado. Parece estar saludable, entero, pero no: sufre una nueva lesión, ahora en los meniscos, que lo obliga a parar definitivamente.

Esta vez parece que sí, que ha sido todo. Los expertos señalan que el joven que alguna vez se sentó en la cima del mundo, deberá dedicarse a otra cosa. Que ya no da para más. "Tiene las rodillas destrozadas", dicen. Pero usted es un cabeza dura. Un tipo recio que se le mete algo en la cabeza y no para hasta conseguirlo. Y empieza a trabajar fuerte otra vez. Su entrenador lo mira y se pregunta cómo puede existir un maldito que quiera un poco más. Se cuestiona qué tiene adentro ese muchacho para subirse otra vez al ring dispuesto a recibir otro cachetazo. Adicto a los quirófanos, le dicen, y usted, en vez de llorar, se ríe. Han pasado cuatro años y medio desde su primera lesión y sólo ha podido jugar 100 partidos en cuatro temporadas.

Su equipo lo ha hecho bien ante su ausencia, pero sin embargo lo extraña. No sólo eso, lo respeta. Entonces, la bendita ciudad de Chicago, la misma que vio brillar a Michael Jordan, se pone de pie para recibirlo. Lo cobija porque, pese a los gritos recurrentes en su contra, sabe bien de qué se trata el esfuerzo. Porque usted se lo ha enseñado. Porque usted, querido amigo, ama lo que hace, y ese es el motor que empuja a transformar lo imposible en posible. Y lo posible en probable.

Toma el balón con su mano derecha y ataca el aro. Convierte una bandeja pasada. Defiende, extirpa la pelota como un ladrón de guantes blancos y corre hacia el otro costado. Asiste un compañero. Se disfraza de llamarada para salir de un bloqueo y anotar un triple en 45 grados. "Señores, ¡Derrick Rose está de regreso!", grita el relator. El imperio vestido de rojo se desvive ante su genio, que levanta los brazos y saluda a su público, como una devolución de gentilezas entre dos ecos que se extrañan. El héroe que regresa tras una larga odisea. Penélope tejiendo su eterno sudario. Como alguna vez lo cantó Edith Piaf, La vie en Rose, la lucha permanente, ingresa en su punto más alto.

"Sólo tenía tres metas esta noche: divertirme, no tener expectativas y competir".

Rose está de regreso. Y junto a él, todos nosotros.