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Maradona... 60 años de reencarnaciones

Nota del editor: Este artículo se publicó originalmente el 30 de octubre de 2015.

LOS ÁNGELES -- Hoy. 60 años. Y tantas vidas. Y tantas muertes. Y tantas reencarnaciones. Y tantos Diegos. Y un solo "Maradooooooooooo...", como canta el universo del futbol, cuando la memoria estremece.

60 años. Y tantas resurrecciones. Sobrevivir al bien para sobrevivir al mal. Sólo uno lo admira con respeto, se llama Pelé.

El resto, los mortales, lo veneran desde peldaños debajo con esa catarsis en un coctel de respeto, de admiración, de envidia, de ensueño, de nostalgia, de rabia, de lejanía, de distancia, de duda... porque, obviamente, en una cancha de futbol, son sólo humanos, prodigiosos, muchos, pero humanos.

60 años. Y tantas muertes. Y tantas reivindicaciones. "Maradooooooooooo...". Porque Diego unifica los odios, para catalizarlos. El arcoíris belicoso del fanatismo en Argentina se vuelve súbitamente albiceleste. Caín y Abel se reconcilian.

Hasta River acepta, cuando la estampida de memorias apisona la nostalgia, que con el perfecto blanco de su camiseta, se enjugue una lágrima azul y otra oro. Algo que no ocurre con Messi. Y tal vez nunca ocurra. Esa Pulga no brinca en el petate de Diego.

¿Quién fue Diego? El Ying y el Yang. Luzbel y Satanás. Lo negro y lo blanco. Hizo de la cancha su Cielo y fuera de ella el Infierno.

Era, ese "Maradooooooooooo..." tan pleno que cuando se quedaba sin balón, sin cancha y sin red, se inventaba un Paraíso ficticio, químico, frágil, tramposo, enajenado, traidor, parásito. Quería prolongar en el bajo mundo de las drogas los momentos álgidos de victoria de la cancha.

Insisto: si Jesucristo no pudo renunciar a ser Dios, que se puede esperar de los hombres, aunque sean excluyentes, ungidos, predestinados. Es la arpía agazapada en la fama y la gloria: no se puede renunciar a ella, cuando, diría Yogi Berra, en otro sentido, "la Gorda para de cantar...".

Maradona no estaba preparado para que las gordas musas dejaran de cantarle al oído tras los 90 minutos sublimes.

¿Quién fue Diego? No, mejor: ¿quién será eternamente "Maradooooooooooo..."?

Ese. El del mediodía en el Estadio Azteca. Ese mismo. Sacando al truhan y al virtuoso, de la misma chistera ladina, pícara y taimada que hace 60 años, una cigüeña famélica, desfalleciente y muerta de hambre, le arrojó en Villa Fiorito a Doña Tota.

"Otro hijo, pensé. Y no pensé en cómo compartir la comida, sino cómo compartir el hambre", recordó Don Diego a este reportero en las canchas de Coapa durante la práctica de Argentina en el Mundial de 1986, mientras observaba las peripecias de "Maradooooooooooo..." con el balón.

Sí, ese Diego. Ese que embaucó al árbitro marcando el primer gol argentino con un zarpazo, sobre las zarpas de Shilton, a ese gesto fascinantemente ruin, que él mismo, el hijo y padre de tantos pecados, bautizó como "La Mano de Dios".

Pero el mundo sonrió. Una travesura que se olvidó pronto. Porque el regordete de melena revuelta, con la sangre en la mirada contra los vestigios de polvo y pólvora de la armada inglesa, hizo pedazos su ejército con la más inocua y hermosa de las armas: la señorita blanca y obesa. Caían los alfiles de la reina. Destrozó cinturas. Reventó esqueletos. Siete. Siete veces siete, para ser exactos. E hizo el segundo.

Aún se eriza la piel de recordar que a mis espaldas, en el palco de prensa del Estadio Azteca, estaba sentada la crema y nata del periodismo argentino. Onésime, Juvenal, Cherquis. Y los oigo clarito, muy clarito, a todos ellos, y otros más, sollozando, con los ojos irrigando: "Hijo de p..., hijo de p...". Ese mediodía aprendí que el peor insulto del mundo, es, en Argentino, la más excelsa y sublime condecoración en Argentina.

Y sí. A "Maradooooooooooo...", le acompañaría por siempre, "en el después de los despueses", diría Sabina, esa expresión. Porque ha sido ese "hijo de...", en todos los enaltecedores y en todos los deplorables sentidos de la expresión.

Ese "Maradooooooooooo...". Ese que marcó otro de sus goles más espectaculares con Boca Juniors ante el Resto del Mundo.

Ese mismo que terminó, como Pelé, haciendo del Mundial de México el Atalaya desde el que proclamaría, como Pelé al mundo, su grandeza absoluta con goles como ante Bélgica y aquella demostración abusiva sobre los voraces mastines sudcoreanos.

Y el que con un tobillo hecho talco empujó entre gemidos y rabia, entre agonía y con honor, contra médicos y estertores flagelantes, a que Argentina llegara a la Final ante Alemania, en Italia 1990.

Y sin que nadie aún le precise al mundo, que hacían Edgardo Codesal y su suegro Javier Arriaga, cenando dos días antes con capos del futbol europeo, la FIFA y Alemania... y sin Grondona. El árbitro uruguayo sentencia a Diego y Argentina.

Ese Diego, y el que se burló del más amado de los pontífices, el Papa Juan Pablo II: "Me dijo el gordo ese que esta medallita era especial para mí. Y luego veo que era igual al que les dio a todos", dijo tras visitar el Vaticano. Ese Diego. El que casi muere de sobredosis. O el que fue encontrado en la alcoba con un adonis veinteañero, ambos en algo parecido a una tanga.

Ese Diego, el que en 1994 amaba tan perversa, obscena y obsesivamente a su Argentina que se intoxica con un elíxir letal de efedrinas para ocultar los vestigios de cocaína.

Y dos escenas agregadas. Su cara transfigurada, enloquecida, al acudir a festejar ante la cámara, y el momento en el que un verdugo encarnada en una enfermera blanca y rubia, lo llevaría al patíbulo del laboratorio antidopaje.

Lo echarían del Mundial. "Me cortaron las piernas", lamentó Diego. La realidad es que él mismo las había gangrenado por el abuso de sustancias prohibidas.

Diego. Y sus 60 años. El Ying y el Yang en la armonía de su devastadora convivencia. Tantas vidas. Tantas muertes. Tantas reencarnaciones.