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Réquiem por tu Estadio Vacío

LOS ÁNGELES -- ¿Habrá una herida más grande en el corazón generoso del futbol que un estadio deshabitado? Porque el silencio, el vacío, ambos, usurpan, mientras deambulan chocarreros, los espacios sagrados donde hicieron explosión pasajes de genios subyugados por la gloria, y donde se sublevaron rebeldes erigiéndose sobre la derrota.

¿Habrá algo más pesaroso y apesadumbrado en el futbol que un estadio victimizado con una mordaza, o en este caso, con un cubrebocas? Cómo es posible que enmudezca un coliseo universal que ha sido capaz de estallar en millones de gargantas al conjuro de ese gol, el gol que sí es; o del gol que pudo ser o del gol que nunca será.

Hoy, el mundo juega al futbol en el limbo, el limbo de Dante, es decir el paraíso imperfecto. No hay, ahí, ni pureza absoluta ni pecador absoluto. La muerte se eterniza por 90 minutos. ¿De qué sirve la victoria si no le pertenece a nadie? ¿De qué sirve la derrota, si no damnifica a nadie? Porque ese nadie es el paisaje roto de la tribuna desolada.

Arrebatarle al estadio su gente, es como arrebatarle al hombre sus pasiones, todas, las virtuosas y las impúdicas. Porque va ahí, al tendido, al hemiciclo de su catarsis, a desnudar la intimidad de su alma. No es, ahí, quien debe ser, sino quien él quiere ser.

Porque en la tribuna de cada estadio, de cualquier estadio de futbol, danzan, estallan, florecen, fenecen, los demonios y los dioses, las arpías y las hadas, los duendes y las odaliscas, el aquelarre de la derrota y el advenimiento divino de la victoria. Todos, todos ellos, en cada uno de la tribuna; cada uno, en todos ellos, en ellos, los de la tribuna.

Ahí, en el graderío, el hombre se transfigura en totalmente malo y también en totalmente bueno. Un sincretismo, una fusión, una simbiosis, entre lo aberrante y lo angelical, en el drama misterioso de una encrucijada de 90 minutos.

Porque en un estadio, ni Dios, se lo juro, puede renunciar a bajar del infinito y negarse a abdicar ante las pecaminosas tentaciones de esos luzbeles agazapados tras la magnífica victoria y tras la magnitud de la derrota.

Porque, ellos, todos, los itinerantes de cada estadio, aunque no tienen nada qué decir sobre lo que pasa en la cancha, tienen tanto, pero tanto qué sentir, por lo que pasa en la cancha. No son unos forasteros ante el drama, son víctimas y verdugos del resultado.

Porque el futbol, en estadios vacíos, se vuelve un deporte ajeno, como capítulo de ciencia ficción o como novela cursi, con el final sabido. El suspenso debe columpiarse, amargo o dulce, hiel o miel, en la oquedad ansiosa de la garganta. Y tragarlo, al final.

Es que los de la cancha son huérfanos disfuncionales. Porque al futbolista no le orgasma el grito aldeano de su equipo cuando marca el gol, sino que requiere la cascada en delirio de su afición. Y al futbolista no le llena el buche su jornada si el fanático adversario no le mienta la madre en el paroxismo de la ira. Para ellos, el silencio es una injuria.

He estado en decenas de estadios vacíos y decenas de veces en un mismo estadio vacío. Como reportero vivo con la obsesión de llegar despuesito nomás del que abre la primera puerta. Y son hermosos, majestuosos, impresionantes, extraordinarios, alucinantes, esos estadios vacíos.

Pero, aclaro, esos estadios vacíos me han parecido solemnemente subyugantes porque uno sabe que se van a llenar, que se van a poblar. Lentamente empieza a aparecer uno, diez, cien, mil, diez mil y contando. Cobra vida la epidermis del coso.

Porque se disfruta tan intensamente ese goteo humano de la muchedumbre sobre la tribuna, como la ansiedad de El Principito: “Si me dices, por ejemplo, que llegarás a las 4, yo seré feliz desde las 3”. Al estadio y a la muerte nunca se debe llegar tarde.

Me estremece imaginarme el más hermoso coliseo futbolístico del mundo, el Estadio Azteca, totalmente desolado. Imposible. ¿Cómo acallar las memorias, las épicas, los héroes, los monumentos, los mausoleos, las ruinas, sin invocar, sin evocar esas coreografías insólitas y detonantes de los aficionados en el ejercicio más primitivo de sus sensaciones?

¿Por qué el Azteca? Porque me estrujó hasta la purificación del llanto su neurálgica y explosiva ebullición cuando, como adolescente, mi padre me llevó ahí a ver campeón al ballet perfecto de Brasil de México ’70, y porque ahí, como privilegiado de este oficio, me tocó cubrir la exaltación de Argentina en México ’86.

Entiéndame, por favor. ¿Puede haber algo supremo para un apasionado febril al futbol que ser testigo de la divinización, de la mitificación eterna de los dos más grandes futbolistas, Pelé y Maradona, en el Coloso del futbol mundial? Absolutamente nada.

Por eso, créame, se puede y se debe guardar un minuto de silencio y exhalar un suspiro y enjugar una lágrima, antes de cada partido de futbol a partir de hoy, y a partir de siempre. Primero, por el estado mortecinamente silencioso de cada estadio, y por cada uno de ellos, sí, de ellos, de los imprescindibles de la tribuna. Por ellos, por todos. Por los que quieren y no pueden ir, y por los que ya no pueden ir, y por los que ya no quieren ir porque han perdido a los que tanto querían ir.

Hoy como nunca queda claro que el futbol es una ecuación rota, imperfecta, incompleta, si al balón, a la cancha, al jugador, no se le agrega ese cuarto milagro poderoso, el de su afición.