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La magia sigue intacta

NICOLINO DUERME. Lejos de las preocupaciones, profundamente metido en sus sueños, Locche duerme. Y, a su alrededor, se teje un silencio cómplice, un “Déjenlo dormir, que descanse”. Después de todo, ¿Qué tiene urgente para hacer? Para él, nada por el resto de las dos horas que faltan. Después –cuando se despierte, cuando se haya relajado- pensará en lo que viene. Y lo que viene es pelear por el campeonato mundial welter junior de la Asociación Mundial de Boxeo frente al campeón, Paul Fuji. Ni más ni menos. El lugar: estadio Kuramae Sumo, Tokio, Japón. La fecha: 12 de diciembre de 1968. Nicolino Locche se quedó dormido en la mesa de masajes antes de esa pelea. Era Locche… Venía de enfrentar a ex campeones o campeones (mundiales se entiende) en actividad como Ismael Laguna, Joe Brown, Carlos Ortiz, Sandro Loppopolo o Eddie Perkins. Era una figura indiscutida en el Luna Park, que convocaba multitudes. Solamente una vez perdió en ese estadio de Buenos Aires y fue con Abel Ricardo Laudonio, el Chico de Oro de la época, medalla de bronce en Roma 64, pero Locche le ganó dos veces, por lo que quedó 2-1.

LA PELEA CON FUJI fue conseguida por Juan Carlos “Tito” Lectoure, tras haber traído al Luna Park a figuras de primer nivel. A los 29 años, este hombre nacido en Tunuyán, Mendoza, estaba en su mejor momento. Hijo de italianos –sus padres, Felipe y Nicolina eran de Messina- fue el último de seis hijos. “Un día me puse un par de guantes y me di cuenta que con ellos iba a poder comer seguido y bien –recordó una vez-, mi papá había muerto cuando yo tenía ocho años. A los nueve hice mi primera pelea. Pesaba 37 kilos y fue sin decisión, y me divertí como nunca. Ahí me di cuenta que no iba a irme nunca del boxeo”. Admirador del gran Cirilo Gil –campeón argentino y sudamericano welter- fue al gimnasio de Francisco “Paco” Bermúdez.

-Yo quiero ser boxeador, quiero ser como Cirilo –le dijo a Don Paco. -Entonces primero tire ese cigarrillo. ¿O usted cree que es un salón de bailes? –fue la respuesta.

Cuando llegó el turno de aquel combate, Locche viajó con Bermúdez, Juan “Mendoza” Aguilar –un excelente peso medio- y Tito Lectoure. Muy pocos creían en él. Su estilo defensivo, vistoso, pero poco efectivo no iba a rendir –se decía- en un compromiso semejante. “Para ganar un título hay que ser más positivo”, afirmaban muchos expertos. Hasta ese momento, solamente dos argentinos habían logrado ser campeones del mundo y curiosamente, los dos en Tokio. Primero Pascual Pérez-excampeón olímpico en Londres 48- lo logró en 1954 y, en 1966, de la mano de Lectoure, se consagró Horacio Accavallo, ambos en peso mosca. ¿Podría lograrlo un boxeador tan elusivo, un “Intocable” como lo llamaban, pero que lanzaba muy pocos golpes, que se conformaba con hacer reír a la gente en lugar de pelear? Respuesta, SI.

ESA MAGICA noche, inspirado como nunca, Nicolino desplegó toda su magia en el ring. Y no solamente se defendió. También pegó: fue una lección única de boxeo. Ante un Fuji mecanizado en el ataque, el argentino fue un torero con todas las luces prendidas: la izquierda, repiqueteando en el rostro del rival; la derecha, tirada a veces como un cachetazo sin relevancia y otras a fondo, de corto recorrido y de gran precisión… Y la cintura, para hacer pasar de largo al campeón, que tiraba golpes cruzados y claramente anunciados, ideal para un boxeador como Locche. Esa más, en un asalto y tras rotar la cintura, Fuji cayó torpemente al suelo, por su propio impulso. Los ojos se le fueron cerrando por los golpes, y su corazón de guerrero comenzó a dudar ante tantas fallas: como le ocurrió –y le ocurriría- a tantos rivales de Locche, empezaron a flaquear las defensas sicológicas: ¿Dónde encontrarlo, cómo pegarle, qué hacer para solucionar la pelea con un fantasma que, además, tira golpes? Locche, en su faena más gloriosa, ya digna de la leyenda, construyó su triunfo en base a sus esquives, pero también a sus golpes –lo que, justamente, le reclamaban los expertos. Quebrado anímicamente, Fuji –que por entonces, a los 28 años, tenía 31 victorias (26 KO) y solamente 2 derrotas- empezó a deteriorarse por dentro y por fuera. Locche –que con ese combate iba a totalizar 90 peleas ganadas, 2 perdidas y 14 empates-, agrandado, lo conectó con todo el repertorio: golpes ascendentes a la cabeza, ganchos al cuerpo, directos al mentón… Para cuando terminó el encuentro los jurados tenían 45-40, 45-39 y 44-41, todos para el mendocino (se fallaban 5 puntos por asalto: Locche, prácticamente, ganó todos los rounds). Nick Pope, el referí, había levantado las manos de Pascual Pérez primero y Horacio Accavallo después. Ahora le iba a tocar a Nicolino Locche, “El Intocable”.

IMPOTENTE, Fuji se quedó sentado en su esquina cuando la campana sonó, llamando al décimo asalto (la pelea era a 15) y se produjo el breve estallido del puñado de argentinos presentes, ante diez mil espectadores que terminaron aplaudiéndolo. De hecho los expertos lo consagraron “Sensei” (maestro) y llegaron a pedirle que fuera a Japón a explicar su magia… Pero, la magia no se explica, se disfruta, se goza y se admira: solamente hace falta creer en ella. En la noche de Tokio hubo magia sin trucos. Fue, simplemente el talento, la capacidad y el curioso estilo de El Intocable, Nicolino Locche. Sí, el rebelde, el enojado con el gimnasio, el amante de las noches largas y ardientes y de las cenas con amigos, el del cigarrillo permanente y la sonrisa burlona entre los labios, el hijo dilecto del Luna Park, el del andar chaplinesco: un Locche legítimo, de pies a cabeza, único, irrepetible. Simplemente, Locche, el hombre que un miércoles 12 de diciembre de 1968, llenó un ring con su talento para ser el nuevo campeón mundial de los welter junior. Parece mentira, transcurrieron 50 años. Medio siglo. La magia –que no se explica, se disfruta- sigue intacta.