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El legado de Diego Maradona: Lo que nos deja a quienes lo disfrutamos tarde

El 'Diez' Diego Maradona sostiene el trofeo de campeón del mundo en 1986 tras quizás la actuación individual más dominante en la historia del torneo. AP Photo/Carlo Fumagalli, File

Dejame defenderte. Permitime ese desahogo, porque todavía estoy acá, con el alma acalambrada, sin saber bien lo que pasa. Los hombres sensibles caminamos errantes, solos, más solos que nunca, abrazados a un recuerdo de camiseta. Ahí vamos, llorando a mares por los rincones, huérfanos de fútbol. Y en esa pérdida irreparable, en esa ausencia tan temida, tan imaginada, tan esperada, tan consumada, los refutadores de leyendas se codean y se jactan de haber anticipado un escenario inevitable. Alardean no se qué cosa, que ellos sabían que no iba a terminar bien, que quien mal anda mal acaba, y no se qué otras cosas más. Te pisotean. Te dicen falopero, cucaracha, mujeriego, borracho, gordo. Inundan las redes sociales con una alegría enfermiza tan escalofriante, con un odio tan visceral, que revuelve el estómago. Saltan arriba de tu tumba, bailan, se regodean. Se divierten.

Y yo tengo entonces ganas de volver en el tiempo unos años, a mi infancia en los ochenta. No tener tantas responsabilidades ni cuentas que dar para poder hacer lo que ahora tengo ganas. Que suene la campana del recreo, poder aflojarme la corbata y agarrarme a piñas por vos. Aunque ellos sean dos años más grandes, aunque sepa que la pierdo, aunque tenga plena conciencia de que voy a terminar con un ojo en compota y cuando llegue a casa voy a estar obligado a dar explicaciones. Todo habrá valido la pena. Porque si ellos dicen esas cosas, si ellos piensan de verdad lo que dicen, entonces yo voy a estar orgulloso siempre de pertenecer a este lado del mostrador. "Siempre hay que caminar a contramano de la historia sobre todo si uno sospecha quién puso las flechas de tránsito", decía Alejandro Dolina. Aún en el disenso absoluto, aún sin coincidir en casi nada como en los últimos tiempos, prefiero una y mil veces estar al lado tuyo. Quizás me quede sin herramientas, sin argumentos, sin palabras, pero yo voy a estar ahí para defenderte de los inescrupulosos, de los arrogantes, de los carroñeros y de los poderosos disfrazados de pueblo. Estaré ahí, espalda con espalda con el que quiera sumarse, para defender lo que alguna vez fuiste. Para contarles a los gritos que vos con una pelota en los pies podías hacer cosas maravillosas. Que podías, en un par de gambetas, chispear las pupilas de un pibe con hambre. Que en un país en el que se hicieron tantas cosas mal, vos nos diste en los últimos años más alegrías que todos los demás juntos. Que nos hiciste sentir que lo que perdimos con las balas podía ganarse, al menos por un rato, con los pies. Que ladrón que roba a ladrón tiene una eternidad de perdón. Fuiste siempre, en el acierto y en el error, la voz de los que no tienen voz, la espada puntiaguda contra los poderosos, el orgullo sostenido del laburante de a pie. Sí, vos tenés todo lo que quieras, pero Maradona es mío.

A ese Diego, a esa idea, yo le escribo esta noche.

Maradona no fue solo un jugador de fútbol. Mejor dicho, no fue solo el más grande jugador de fútbol de todos los tiempos. Fue familia para los argentinos. No fue ni mi tío, ni mi papá, ni mi hermano, pero muchas veces fue un poco de todos ellos. Con defectos y virtudes, la familia no se elige. Es lo que es y así la aceptamos. No existe potestad ni convencimiento, y esto que digo ni siquiera es un capricho: es muy probable que la mayoría que haya nacido entre Ushuaia y La Quiaca de los '80 para atrás piense parecido. Y entonces, si a un familiar mío le dicen cosas feas, sean ciertas o no, yo lo voy a defender contra el que se ponga enfrente. Con palabras, con argumentos, de manera razonable si se puede. Y si no, a la salida del recreo. Porque con esta clase de lazos no debería meterse nadie. Porque nadie debería ser despiadado en el día de la muerte de otro. Porque los himnos no se insultan, a la selección se le da todo y madre hay una sola.

Maradona fue, como dijo Eduardo Galeano, un Dios sucio. El más humano de los dioses, pecaminoso, urbano, de avenida de aceras despejadas y también de callejones oscuros. Fue también un humano que hacía muchas preguntas, capaz de incomodar a los poderosos, sacudir a los pudientes, destronar preconceptos y tener la osadía de vencer a los ricos en cuanta oportunidad tuvo. “Este es especial para vos”, le dijo Juan Pablo II a Diego cuando le entregó un rosario en el Vaticano. “Pero como yo soy un gran hijo de puta –contó– miré el rosario que le había dado a Claudia, el que le dio a mi mamá, y los otros que había regalado. Y eran todos iguales. Entonces encaré al chabón y le dije, ¿qué tiene de especial si es igual que el resto?".

Diego fue, a lo largo de su vida, una contradicción permanente. El mundo, enorme, vasto, inacabable e inalcanzable, cobijó todas las versiones del genio, pero nunca pudo ser refugio. Lo mejor que le pasó a Diego fue llegar a ser Maradona y lo peor que le pasó a Maradona es padecer la condena de nunca más poder volver a ser Diego. Villa miseria y barrio privado, potrero y Camp Nou, pantalones con parche y tapados de piel, bizcochuelo y cena de etiqueta, mate cocido y blue label, calles de tierra y autopistas, tranvías y Ferraris, fuentones y piscinas, falta de agua corriente y playas paradisíacas, escuela pública y Universidad de Oxford. Dice, con lucidez, Ernesto Cherquis Bialo: "Maradona fue el papá de sus padres, el papá de sus hermanos, el superamigo de sus amigos, el protector de sus protegidos". Las dos puntas del ovillo de una vida. Carencia y fastuosidad. Introducción, desenlace, y el nudo como una búsqueda recurrente de entender qué estaba haciendo a ciencia cierta acá. Nada diferente a cualquier ciudadano del planeta tierra, pero al estar rodeado, perseguido, agobiado, siempre la noche, el horario en el que la mayoría duerme, desató el alarido. La salida de emergencia para escapar como sea a tanto, correr por la puerta de atrás y volver a resurgir por la del frente. Firmame acá, mirá allá, decime así. Para Juan Carlos, mi hijo, que te quiere mucho. La bendición de ser, cada día que se levanta, Maradona.

La condena de ser, cada día que se levanta, Maradona.

Decía Roberto Fontanarrosa, otro de los imprescindibles: "No importa lo que hiciste con tu vida, importa lo que hiciste con la mía". Y es verdad, porque Diego fue fuente de inspiración de pobres y extraños. Fue políticamente incorrecto con todos para poder ser políticamente correcto con él mismo. Nunca quiso ser ejemplo, pero como los grandes ídolos de la historia, con el carisma inexplicable que se demanda pero no se aprende, le permitió a los demás levantar las flores de su paso para poder alcanzarlo. Para seguirlo en su tránsito de fiebre y acompañarlo en su despedida. En un mundo de matemáticas despiadadas, de pragmatismo recurrente, Maradona fue literatura y poesía. Si Antonio Rattin se sentó en la alfombra de la reina, fue Maradona el que tomó esa alfombra dos décadas después para insultar al regimen con arte. Para que los que queden sentados ahora sean los otros, para que él solo vaya acariciando ese globo con el botín negro y lo empuje con una caricia a la red. Humor inglés en estado puro, corrida memorable que corta transversalmente la historia. Narrativa de guión pensado, digerido, acabado. Qué es el fútbol si no es todo esto. Fue, también, fábula y mitología: caer y levantarse. Una vez, dos veces, tres. Morir y resucitar, que lo den por terminado para entonces inflar el pecho y resurgir de las cenizas. El pueblo sonriendo a su paso, el trote cansino, la ilusión que se repite. El cura del pueblo que saluda desde la ventana. Tiren papelitos muchachos, vuelve Diego. Penélope tejiendo el eterno sudario a la espera de Ulises. Sufrir, reír, llorar, festejar. Bailar, cantar y sentir. La tribuna colmada para verlo gambetear. Los televisores que agrandan las pupilas. Las radios que calientan los oídos. Y en el medio, Maradona. Que levanta las manos al cielo, que saluda y dice: ¿Me extrañaron? Otra vez estoy acá. Si están ustedes yo estoy. Si me acompañan, si estamos juntos de nuevo, entonces ahí estaré por ustedes. Y el milagro, de nuevo, podrá repetirse.

Cierro los ojos y viajo en el tiempo. Estoy de nuevo ahí, en la casa de mi infancia. Tengo cuatro años y estoy encima de los hombros de mi papá. En el living hay un televisor chiquito. Tengo puesta una remera de Argentina y mi papá me explica que este partido es importante, que es la revancha que estábamos esperando. Que esta vez sí, nosotros, los olvidados, vamos a tener con qué. Y si lo dice mi papá, no se discute. También dice que no se nos escapa porque juega Maradona y Maradona es nuestro. ¿Sabés lo que eso significa? Nuestro, dice, y se golpea el pecho. Mi papá, un tipo serio, abogado de traje gris y lentes cuadrados, se golpea el pecho como quien se siente dueño del objeto más preciado. La envidia del barrio hecha persona. Se ríe y salta. Yo estoy a upa y lo miro. Me entrego a esa alegría desmedida. Ahi están también mi hermano y mi mamá. Mi infancia.

Diego que esquiva a uno, a otro, y a otro más. Mi viejo que de un tirón me coloca encima de la mesa y me rodea con sus brazos. Diego que deja en el camino a tanto inglés para que el país sea un puño apretado. Mi papá que me susurra al oído: mirá bien, porque nunca vas a ver algo igual. El grito de gol que quiebra la tarde. El mundo que le da paso, por unos minutos, a uno mucho mejor. Mi papá que salta y llora, y yo que me sorprendo porque nunca antes lo había visto llorar a mi papá. Entonces, como un acto reflejo, lo abrazo fuerte. Los roles que se invierten, los débiles que pasan a ser poderosos y los poderosos que se transforman en débiles. El barrio pegándole un cachetazo a la gran ciudad. Argentina que sonríe e Inglaterra que se desmorona. Diego que corre para abrazarse con el mundo. "No llores por mí, Inglaterra". Las palabras se entrecruzan, se escupen una tras otra pero en ese preciso momento, en esa corrida memorable, todos sabemos, en lo más profundo de las entrañas, que vivirán para siempre. El sentimiento destruyendo para siempre al pragmatismo y la lógica. La caída de los intocables, el imposible que es posible, la eternidad disfrazada de pelota de fútbol.

Quizás sea, por todo esto, que siempre valdrá la pena caminar al lado tuyo. Ser defensores acérrimos de tu memoria. Porque mientras tu legado nos acompañe, nunca estaremos solos. Porque nos defendiste cuando había que hacerlo, a la hora indicada, en el lugar indicado. Porque fuimos felices con los que quisimos. Con los que pudimos. Porque nos regalaste momentos imborrables, recuerdos que vivirán por los tiempos de los tiempos. El regreso al primitivismo, a lo más profundo del corazón. La vuelta al pasado, el retorno a nosotros mismos. A lo que alguna vez fuimos.

Y a lo que siempre seremos.

EL LEGADO DE MARADONA

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