Augusta, Georgia -Enviado especial- ¿Qué convierte a un jugador en ganador? Obviamente tiene que tener el juego, las armas, los tiros. Pero al final del día los factores externos, o visibles si se quiere, mezclados con aquellos ocultos, que están en el fondo de su consciencia, o en su subconsciente, son los que terminan preparando el cocktail que los ubica en el leaderboard. Muchas veces los analistas, aquellos que son grandes observadores de la mecánica de un swing, quedan obnubilados por esos aspectos técnicos y dicen “su swing es perfecto” o “es el que mejor le pega a la pelota”, y por esa razón ponen a determinados jugadores bien alto en las expectativas. Las estadísticas terminan de completar ese conjunto de indicios que se utilizan para escribir páginas y páginas de análisis y conclusiones. Pero al final del día, llega el momento de pararse en el tee del hoyo 1 y pegarle a la pelota. Y en ese momento aparecen los temores. Esos temores están bien ocultos, pero el golf es una especie de máquina de rayos X que muestra en una radiografía nuestras más íntimas debilidades y también nuestras fortalezas. Las súper estrellas del deporte se han transformado en declaradores profesionales. Muchos tienen el don de comunicar bien y han sabido perfeccionarlo, como es el caso de Tiger Woods, que a mi criterio es el golfista que mejor comunica sus opiniones. Otros, menos dotados, tienen que aprender a decir lo que se supone que deben decir y evitar meter la pata para que sus sponsors los sigan acompañando por muchos años y porque la realidad les impone ser políticamente correctos. Y esa habilidad natural o adquirida para declarar les permite ocultar cada vez mejor lo más privado de su personalidad. Por esta razón el verdadero estado mental de un jugador es algo inexpugnable y es cada vez más difícil de descifrar... hasta que salen a la cancha. Cuanto más alto el desafío, cuanto más importante sean sus implicancias, más alta es la presión. Los Majors constituyen la más elevada exigencia, son como los ochomiles del alpinismo. El Masters, y sé que muchos pierden el tiempo discutiendo sobre qué lugar ocupa en el podio de los Majors, tiene una virtud que lo convierte en único. Obviamente tiene la particularidad de jugarse siempre en la misma y tan especial cancha de Augusta, y eso lo pone en un pedestal con un aura casi sagrada. Su trofeo está guardado en un santuario custodiado por el espíritu del mismísimo Bobby Jones, y todo lo que quieran. Pero cuando vamos a cuestiones mucho más básicas, se trata del primer Major del año. Y eso hace que tenga, al menos hasta que llega la hora del US Open, o la del Open Championship, el primer puesto indiscutido. Pensar en ponerte el bendito saco verde y ganarte un lugar para jugar para siempre el Masters. Estar en ese confesionario exclusivo, la cena de campeones, y elegir el menú. Pertenecer a ese exclusivo grupo de ganadores pesa como un transatlántico a la hora de competir en Augusta teniendo reales chances de ganar. Por eso, cuando cada año llega abril no hay nada más importante que el Masters en el universo del golf. ¿Pueden haber servido estas 500 palabras para explicar por qué Rory McIlroy no gana un Major desde hace más de ocho años y ni siquiera estuvo cerca de hacerlo? Él es el jugador que tiene el mejor swing. Él es el que agarra el driver y hace volar la pelota 340 yardas antes de aterrizar en el pasto corto de un fairway perfecto. Es el mismo jugador que camina por la cancha como si bailara el vals. Es el jugador que ya ganó cuatro Majors en gran forma, como si no fuera a perder ni uno solo más. Pero ese mismo jugador es el que sucumbe miserablemente cuando las papas queman y se enfrenta con la posibilidad de lograr la proeza que más desea: Ganar el Masters y ocupar el lugar que siempre pensó que la historia del golf le tenía reservado. Sé que muchos le dicen que tiene que relajarse y solo dejar que su maravilloso swing fluya natural y haga espontáneamente lo que mejor sabe hacer, pegarle bien a la maldita pelota. Yo estoy empezando a dudar de que ese sea el mejor consejo. Y esa duda empezó a germinar este jueves, cuando lo vi penando con un juego que se notaba evidentemente desafinado y lo comparé con otros jugadores, de su misma talla, que estaban experimentando lo mismo. Miren a Jordan Spieth, por ejemplo ¿Hay alguna manera razonable de comparar esos dos swings? ¡Ninguna!, ni siquiera puede decirse que sea lindo, con ese brazo izquierdo que se flexiona de manera extraña y ese tobillo izquierdo que milagrosamente no se quiebra al doblarse tanto al terminar el golpe. Pero Jordan tiene la habilidad de darse cuenta cuando su swing esta desafinado. Cuando ese instrumento de precisión que a veces parece entregar las mejores melodías, de repente se sale de tono y los malos tiros ocurren y se acumulan. Ahí es cuando lo mejor de Jordan Spieth aparece. Es como si en un momento dijera: “Mi swing está mal hoy, me tengo que poner el overall y sacar las herramientas de emergencia para que esta vuelta no se desbarranque y me deje afuera de este torneo. Ayer Jordan no jugó nada bien, pero terminó anotando un trabajoso 69 (-3) que lo dejó con alguna esperanza y una agradable sensación de fortaleza. Rory en cambio pareció insistir en seguir usando, como si funcionara perfectamente, un swing que, por la razón que sea, estaba claramente fuera de sintonía. Terminó en el par de la cancha y se fue visiblemente desanimado. Scottie Scheffler también se veía ayer un poco desorientado, algo había en su lenguaje corporal que decía desde el principio “hoy no estoy en el mejor día”. Pero lejos de hacerlo colapsar, esa certeza le indicó claramente el camino: “Tengo que trabajar para pasar esta vuelta controlando los daños”. Es increíble cómo, en un mal día, Scheffler se las ingenió para hacer 68 golpes (-4) en Augusta, siendo nada menos que el campeón defensor, posición en la que históricamente muchos han hecho los mayores papelones. Sobrevivió airoso. Se verá mañana, cuando el juego se retome, como quedará ubicado. Pero ya dejó claro que tiene la fortaleza mental para hacer un score decente en un mal día. Seguramente todos recordarán el último triunfo de Tiger Woods en el US Open, en Torrey Pines, en 2008. Tiger ganó jugando con una sola pierna. Pudo sobreponerse al dolor de una rodilla destrozada, a la limitación para mover su cuerpo y prevalecer nada menos que en un Major. Para encontrar la explicación sería bueno que todos vean una entrevista que le hizo Curtis Strange en 1996 https://youtube¡EIAfPq56Q. Strange, un veterano ganador tratando de darle una lección a un chico de 21 años que quería comerse el mundo. Vale la pena. ¿Acaso el gran Jack Nicklaus tenía el mejor swing de su época? Definitivamente no. Si fuera por buen swing, Tom Weiskopf debería haber ganado mucho más que él. Pero a esta altura, con 18 Majors ganados y 73 victorias en el PGA Tour, la extraordinaria fortaleza mental y determinación que siempre tuvo Jack, nadie la pone en duda. Y si alguien, por casualidad o ignorancia, la pusiera, debería leer lo que Jack declaraba en 1963, después de ganar su primer Masters, contando solo 22 años de edad: “Mi objetivo es ganar más torneos de golf que cualquiera que haya vivido. Quiero ser el más grande”. Rory terminó hoy su segunda vuelta con un score de 77 golpes, sumando 147 para el campeonato (+5), un número que lo deja bien afuera del corte y que representa una de las sorpresas más amargas de este Masters que, paradójicamente, lo tenía como favorito. Su avión, de decenas de millones de dólares, debe haber despegado ya del aeropuerto de Augusta. La historia dirá el lugar que terminará ocupando Rory McIlroy. Por ahora sigue siendo una incógnita.
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