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Dignidad confirmada

PARIS -- Terminó. La copa del mundo, el más grande trofeo futbolístico que existe en el globo terráqueo, el más grande de los honores, se queda en Italia. Cuando a las 19.52 el árbitro dio la señal de finalización del encuentro, los jugadores se quedaron un instante como confundidos, como si hubieran chocado un italiano y un húngaro en mitad del campo en ese momento, varios jugadores consideraron que el sonido emanado del silbato del señor Capdeville significase una sanción a la falta de uno de los contendientes. No, en cambio, era el final, ese final que parecía lejano como la victoria que se señala y que formaba parte de un espejismo. Se miraron un instante "los azules", firmes, ausentes, como si la plenitud de los sentimientos fuese tan grande que no les permitiese moverse. Un instante como si la alegría hubiese fulminado a todos. Después, el entusiasmo y el júbilo tuvieron libre desahogo. Brazos en alto, gritos que no encuentran el modo de salir de la garganta, búsqueda de las personas con quienes compartimos fatigas, privaciones, ansiedades, emociones, besos, abrazos, y alrededor, los italianos de a miles que gritan y vociferan agitando banderas parecen enloquecidos.

LA ÚLTIMA FATIGA
Esos sí que se hacen sentir, mientras en el campo varios lloran. No es debilidad de ninguno, ni siquiera del atleta del físico agotado, del rostro abatido por la fatiga, el darle a la propia satisfacción aquella forma íntima de la conmoción. Porque la gran final fue como la semifinal, como los octavos de final -siempre en lo que respecta a los italianos- en cuanto a tipo de dificultad sostenida y superada. La dificultad en cada uno de los encuentros de esta competición a ritmo intenso, se fueron delineando en el campo de una manera: superable desde el punto de vista técnico; dura, complicada, en cambio, en el aspecto ambiental y sicológico corresponde a un enfrentamiento de copa donde no basta jugar mejor, donde no alcanza confirmarse como los mejores, donde en cambio, un resbalón, cualquier pequeño error, un momento de distracción o de debilidad puede comprometer todo, absolutamente todo.

Efectivamente, esta última fatiga, esta confrontación que debía decidir todo, el éxito de dos meses de trabajo, el buen nombre del futbol italiano, una cuestión de prestigio, el título, nuestro equipo había vencido al momento en que el árbitro mando a los jugadores a los vestuarios para el reposo de mitad de tiempo. Incluso, para ser precisos, un tiempo antes, gracias a un imparable tiro de Coloussi, se llegó a la ventaja de tres goles a uno. Una ventaja de dos puntos en las manos de "los azules" en condiciones normales, en momentos en que la emoción derivada de la importancia de la puesta en juego no arroja su peso en la balanza y a cortar las piernas, quiere decir sin dudas, partido vencido. Con una ventaja similar, nunca los representantes de nuestros colores se dejaron alcanzar. Ni siquiera con una ventaja menor, pero aquí la historia era diferente.

Promediando el partido, el equipo estaba nervioso. En los vestuarios gritaban. Habían llegado hasta allí gracias al esfuerzo de la voluntad y del físico, y con un carácter especial. El equipo pasó por una crisis profunda que pudo haber terminado como grave enfermedad ya desde el inicio del torneo. Y se repuso sin caer en una situación peor, una situación moral más difícil que se pueda imaginar cualquier equipo.

OBSTÁCULO SUPERADO
Salidos triunfantes de esta complicada situación, se vio el camino bloqueado del rival técnicamente más temido de todo el torneo, el Brasil. En ambiente hostil, a este adversario lo había vencido llevando el juego a un nivel elevadísimo. Y con esta mochila pesada moral y materialmente sobre la espalda, se presentaron a la final, a pie firme, con ninguna fatiga del pasado.

Con ímpetu, a 6 minutos del inicio los azules pasaron a ganar. Muy pronto, muy pronto. No es nunca bello para el equipo nuestro marcar al inicio de las hostilidades. Tan cierto que, como había sucedido contra Francia, esta ventaja casi se pierde rápidamente. Sólo para reencauzarlo 10 minutos después. Sólo para aumentarlo antes del descanso. Sólo para confirmar in 45 minutos de juego abierto, franco, la neta superioridad de juego. A mitad del partido, repetimos, el partido podía ser considerado como ganado. Aquí, el equipo caía al acecho de la emoción. Sentía, casi olfateaba el fin de la tensión, con el triunfo al alcance de la mano, y temblaba.

Temblaba pensando que un error cualquiera pudiera alejarlo del merecido triunfo. Ahí vino el momento de crisis, un error que hizo temer a los italianos presentes. Hungría empujada por la fuerza de la desesperación con un estilo muy impresionante. Y aquello que no había conseguido desde el principio, lo consiguió hacia la mitad de tiempo. Disminuyó la ventaja al mínimo posible, 3 a 2.

Pero sucedió que la fuerza de ánimo de nuestros atletas se reveló. Como penetrado por un brusco temblor, el equipo se alejó de aquella pequeña forma de orgasmo que se dejó invadir, recobró la calma, y su espíritu frío y clarividente. Contuvo al rival con tono firme y decidido, partiendo al ataque, restableciendo la distancia. El partido que ya los azules habían vencido en el primer tiempo, también lo ganaron en ese momento, en forma clara y definitiva.

FINAL CON BELLEZA
Restablecida la distancia por medio de un gol marcado por Piola con asistencia de Biavati, los azules terminaron mandando en el partido, controlando, dominando el curso del juego. La victoria, incluso en esta fatiga final se la merecieron, jugando con belleza, sin ninguna duda. El mejor juego fue desenvuelto por los italianos, las acciones limpias, el estilo práctico con alta técnica.

El equipo conducido por Sarosi se mostró en este encuentro plenamente combativo y veloz, y mejoró mucho respecto de los últimos encuentros aunque en menor nivel a las posibilidades normales de una selección nacional italiana.

El mejoramiento de los húngaros estaba exclusivamente reducido al trabajo de ataque. Sarosi nos da poca emergencia como hombre de conclusión, pero es la verdadera inteligencia de la línea. Esos dos períodos del segundo tiempo.

En la defensa, el equipo quedó como estaba, con defensores que no poseen gran velocidad, con los del medio que no tenían un preciso sentido de la posición, la defensa aparecía vulnerable, especialmente los avances a juego largo a través de los punteros que ponían a la defensa en situaciones difíciles. Si nuestra ala derecha hubiese podido poner en la balanza ese sentido de experiencia que sólo los años de batalla le dan a un jugador, mejor marcada hubiera estado la ventaja con la cual los italianos habrían ganado el partido. Más allá de ese nerviosismo orgásmico que frenó las acciones en ciertos momentos del segundo tiempo, nuestro equipo condujo este encuentro en el mismo gran estilo que en los partidos contra Francia y contra Brasil.

RECONOCIMIENTO
Esa condición convincente de superioridad técnica sobre sus competidores, que emergió en los otros encuentros, tuvo en la final de Colombes plena confirmación. Ninguno, y decimos ninguno de los 50.000 espectadores, salió del estadio con la posibilidad de duda sobre la regularidad del éxito no sólo en la final sino durante todo el torneo.

Los primeros en declararlo fueron los mismos húngaros quienes tuvieron que felicitar a los italianos. Defensa férrea, con un Rava que de a ratos daba la impresión de ser casi insuperable. Línea media móvil, con un Locatelli siempre con la pelota, y un Serantoni tenaz como un perro mastín. El sector de ataque con estilo eminentemente práctico gracias a la impostación derivada de la inteligencia de Meazza y de Ferrari, y la capacidad de penetración de hombres de punta como Piola, Colaussi y Biavati.

LA ALEGRÍA MÁS GRANDE
El punto en el cual el equipo nacional italiano, no sólo en el partido final sino en cada uno de los encuentros en los que jugó, superó a sus rivales es aquel del planteamiento del juego práctico del futbol. A partir del encuentro con Francia -piedra fundante donde el equipo se encontró a sí mismo-, la unidad ha jugado para vencer. Sólo para vencer, exclusivamente para vencer. Ha deshojado su repertorio de lo no indispensable, lo no estrictamente útil a los fines del resultado, y con un juego reducido a la expresión de la máxima simplicidad, terminó por imponerse.

Fue el arma técnica con la que superó su propia crisis, esta simplicidad de juego que de las armas de otro tipo no se puede hablar en esta serie de emociones: una simplicidad que no ha llevado nunca a la pobreza futbolística, vacía de contenido, privada de belleza. La más pura expresión del juego moderno fue definida en Paris, con la actividad del equipo italiano.

El esfuerzo ha terminado. Hay en el corazón de cada uno que participó una satisfacción íntima, una alegría intensa, que ninguna palabra podría expresar. Esta alegría que arroja dirigentes y jugadores en los brazos del otro, que aprieta los corazones, hincha los ojos y nos deja sin palabras. No hay nada en el mundo como la satisfacción del deber cumplido con éxito.

*Artículo redactado por Vittorio Pozzo, entrenador de Italia, publicado en el diario La Stampa. Turín, Italia, 20 de junio de 1938.