Pablo Aro Geraldes 14y

El fútbol (Mundial) a sus pies

Abril se iba dejando un tendal de dudas por las callecitas de Les Corts, en los alrededores
del Camp Nou. El poderoso Barcelona que se
encaminaba a la triple corona quedaba rehén
de un temor espeso, casi palpable: además de
ese triplete soñado y cercano también cabía
otra posibilidad, la de quedarse con las manos
vacías.

Ese domingo 26 de abril, un Real Madrid
imparable en su arremetida hacia la cima se le
ponía a sólo cuatro puntos, justo una semana
antes del gran derby en el Santiago Bernabeu.
Dos días después, la afición culé entró en
pánico: con la liga amenazada, recibió al
Chelsea en el Camp Nou y no pudo quebrar el
cero, por lo que la visita pendiente a Londres
era una amenaza a convertirse en una puerta
cerrada a la final. Y como no hay dos sin tres, la
onda negativa se extendió a la definición que
se venía en la Copa del Rey: que los 25 años sin
títulos del Athletic Bilbao, que el orgullo
inquebrantable de los vascos, que se jugarían la
vida ante el Barça... Por unos días, el mejor
equipo del mundo experimentó el miedo.

Pero el almanaque dejó caer su hoja de abril y
el monstruo catalán despertó su millonaria
fuerza vencedora. El sábado 2 de mayo fue a
Madrid. El Real llevaba una rueda entera
invicto (desde su derrota en el Camp Nou, en la
fecha 15, no había perdido), desarrollaba un
juego aplanador y amenazaba con otra victoria
que lo ubicara a sólo un punto. Pero mayo
empezó a ser testigo del poder de este Barcelona
revolucionario: le dio una paliza inolvidable a
los de blanco, 6-2 con un Messi en toda su
dimensión, con un Thierry Henry salvaje ante
el arco de Casillas, con un Iniesta demostrando
su máxima jerarquía mundial y con un Puyol
gritando su sangre catalana en pleno Chamartín.

Esa goleada de
escándalo llegó con varias perlas: el gol número 100 del Barça en la liga y
la aniquilación de los fantasmas que un año antes asaltaron el carísimo
vestuario catalán mientras los madridistas festejaban en la Cibeles. Esos
fantasmas se quedaron en la Casa Blanca de Chamartín: desde esa noche
de pesadilla, Real Madrid perdió los cuatro partidos que le quedaban.
Después de dejar en ridículo al otrora equipo galáctico, el espíritu
blaugrana se retempló. Viajó a enfrentar al Chelsea y la pasó mal en
Stamford Bridge, pero un gol agónico de Iniesta le dio el pasaporte a la
final de la Champions League. El calendario marcaba el 5 de mayo.

El miércoles 13, en Valencia, Pep Guardiola ganó su primer título como DT: Barcelona demostró que era mucho más que el Athletic y
se quedó con la Copa del Rey mediante un inapelable 4-1. Fue apenas el
aperitivo de un festín que se consumó el sábado 16, abrochando la liga
dos fechas antes del final. La alevosa diferencia se cerró en 9 puntos sobre
un Madrid herido de muerte.

El 27 de mayo, Barcelona y Messi redondearon el mes más exitoso de sus
historias. La Orejona, ese reluciente trofeo que premia al vencedor de la
Champions, volvió a tener besos argentinos. La copa volvía a la ciudad
condal después de tres años y el pibe rosarino se adosaba la chapa de
goleador del torneo.

La triple corona fue un fantástico peregrinaje por el fútbol, desde la nada
hasta el todo. Empezó en el verano europeo 2008 en ese triste páramo en
que se desdibujaban las imágenes de Ronaldinho, Deco y el técnico
Rijkaard. Un verano amargo que incluyó el humillante 'pasillo' de
bienvenida al Real Madrid campeón.

En aquellos doce meses, la magia de Messi contagió motivación a todos.
Llegó Pep Guardiola, discípulo del amado Johan Cruyff y garante del
cumplimiento del ideal futbolero barcelonista. Mantuvo a Eto'o y sumó
con Dani Alves a un jugador doble: el lateral incansable y el extremo
hiriente con pies de seda.

En aquellos doce meses, el mundo fue testigo de una página dorada en la
historia del fútbol. Belleza con un solo objetivo: el arco rival. Presión en
toda la cancha, equilibrio entre líneas, precisión en velocidad... Los
catalanes lo eligieron como el mejor Barça de la historia; y aunque vieron
nenes como Kubala, Cruyff o Maradona, no exageran.

En este elenco de lujo, el protagonista es un actor casi tan silencioso como
virtuoso con la pelota. Un argentino que lleva impreso el código genético
de los potreros rosarinos pero se crió lejos de esa picardía criolla que suele
malograr a los talentos de estas pampas. Lionel Messi es, hoy, el mejor
jugador del mundo. Quizá ya lo era desde hace un par de años, pero para
ciertas elecciones hay que cumplir algunos requisitos burocráticos: ganar
la Champions League es el más fuerte en los años sin Mundial. Si era el
segundo de Cristiano Ronaldo, durante esta temporada lo dejó bien atrás
en el camino al premio.

La final romana de la Liga de Campeones tuvo al
Barcelona como un clarísimo ganador sobre el Manchester United del
portugués. Y en el último encuentro por la liga española, a fines de
noviembre, ya con el lusitano vestido con el uniforme del Real Madrid,
Messi volvió a salir victorioso.

El Barcelona modelo 2009 es una máquina casi perfecta. Con el doble motor que
componen Iniesta y Xavi, la transmisión de
Busquets, la seguridad de Piqué (o Piquenbauer,
como lo llaman por las Ramblas de Barcelona),
la potencia extrema de Puyol, los poderosos
reflectores de Ibrahimovic, los detalles de lujo
de Dani Alves y una puesta a punto
refinadísima a cargo de Guardiola. ¿Quién está
en condiciones de pilotear semejante nave?
Messi, claro. Él tiene la llave de ignición, sabe
cuándo meter los cambios de velocidad,
cuándo acelerar y salir disparado. Es un
conductor por capacidad superior, un referente,
aunque en Argentina lo sigan culpando por no
poseer aptitud de liderazgo en el grupo o lo
etiqueten como un insensible que esquiva la
responsabilidad de tomar el mando cuando la
mano viene brava.

Pero las apariencias engañan. Messi podrá no
tener pinta de futbolista, pero es el mejor
futbolista del mundo. Era el niño que no podía
crecer; parece frágil, pero para pararlo no queda
más remedio que violar el reglamento, porque
la pelota le obedece. Parece serio y hasta
desganado, pero cuando es poseído por la
magia mutua que se prodigan con el balón, su
alma de pibe se divierte como lo hacía en la
calle Lavalleja del barrio La Bajada, en un
suburbio del sudeste de Rosario. Su DNI dice
que tiene 22 años, pero ya hace varias
temporadas dejó de ser un juvenil por lo que
demuestra en la cancha.

Su silencio lo hace parecer hermético, pero sus
botines no saben guardar secretos y le cuentan
al planeta entero quién es el mejor de todos. No
se animaría a declarar ni media frase explosiva,
pero su zurda se aventura a herejías mayores,
como imitar el segundo gol de Maradona a los
ingleses y hasta un sacrilegio que a él se le
perdona, como repetir la Mano de Dios. Con su
estatura desafía a las leyes de la física y corona
la Champions League con un gol de cabeza
ante el gigante Van der Sar que lo coloca en un
pedestal que no es para cualquiera: goleador de
la Champions League.

Grandes jugadore partieron de Argentina hacia Europa, pero Lío es el primero
que gana el Balón de Oro desde que en 1995
dejó de otorgarse exclusivamente a los nacidos
en el Viejo Continente. Sin embargo, parece
estar en deuda con la camiseta celeste y
blanca. "Además de ser, hay que parecer",
sugiere un refrán tan viejo como anónimo. Es
que se puede ser el mejor del mundo a los ojos
de 199 ducentésimas partes del globo, pero por
estos pagos hay que mostrar algo más. Aquí se
aman los personajes: Maradona resucitando
antes de morir, el Palermo que se reinventa tras
cada caída; cuando la capacidad no alcanza
para juzgar lo deportivo se festejan las
declaraciones, se construyen ídolos desde el
micrófono. Y cuando el hombre no actúa de
acuerdo a su personaje, se lo desprecia.

Messi no da ese perfil. No quiere darlo. O no
sabe. Le escapa al histrionismo, tal vez por su
carácter introvertido, quizá por elección. Por
eso llamó la atención la potencia con la que
gritó el gol que le hizo de penal a España en el
último amistoso de la Selección. Claro, nunca se
lo verá con el torso desnudo, revoleando la
camiseta, insultando al cielo una revancha.

Para muchos, en esta orilla del Río de la Plata
eso podrá leerse como falta de compromiso y
hasta le adosarán la etiqueta pegajosa de
'pecho frío', un concepto que se derrite y hierve
cerca del Balón de Oro.

Si Messi es el mejor jugador del mundo, no
puede no ser el mejor jugador de Argentina. La
lógica presiona, aunque el fútbol muchas veces
no la escuche. Diego Maradona no encontró al
equipo todavía, pero más allá de sus
entusiasmos y amores transitorios con
futbolistas que pasan y pasan por la Selección,
si hay uno que se banca el peso de ser él 'y diez
más', ése es Messi.

Sócrates, no el filósofo griego sino aquel exquisito volante central brasileño, hizo
el mejor análisis de esa maravillosa Seleção que
condujo Telê Santana en el Mundial '82:
"Jugando así, ¿qué importa si perdemos? Peor
para el fútbol". Con este Barcelona de Messi
pasa lo mismo. En las geografías más remotas
hay niños vestidos de blaugrana, camisetas
que llevan los nombres de esos caballeros que
tan bien tratan a la pelota. Quizá esos
chiquilines sean incapaces de argumentar por
qué aman al rosarino al que imitan en sus
picados callejeros, pero seguro que no es
porque sea un ganador. Ésa es la consecuencia
natural de su juego. Los partidos perfectos del
Barcelona 2009 enamoran sin mirar el
resultado, el fútbol que regala se graba en la
memoria, pero más en el corazón.

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