<
>

Cabañas y su pelota sueñan juntos

LOS ÁNGELES -- Podría ser la crónica de un milagro. Más bien, es el milagro de una crónica. Porque la crónica no hubiera existido sin el milagro. Sin el milagro, habría sido, más bien, un obituario.

Y hoy Salvador Cabañas es una crónica inconclusa de un milagro sin fecha de caducidad.

Según los médicos y paramédicos que lo atendieron esa madrugada del 25 de enero de 2010, tras recibir un balazo en la cabeza en Bar Bar, el delantero paraguayo pasó a ser uno de esos seres mística, bendita y escalofriantemente ungidos con el privilegio de cruzar de ida y de vuelta el umbral que separa la vida de la muerte.

A partir de ese día México y Paraguay se hermanaron en la sensación de angustia, de luto premonitorio, de desazón. El hijo común de sus estadios, de sus pasiones, de sus balompiés, quedaba postrado en la vigilia lacerante de la ansiedad.

Dos naciones que apagaban las luces y encendían veladoras cada noche. Dos naciones que hacían de la oración y las plegarias un frente común. Una súplica en dos naciones y dos lenguas: español y guaraní, aunque el dolor y la incertidumbre susurran el mismo esperanto de la zozobra y la congoja.

Los días eran el mejor bálsamo. Salvador Cabañas jugaba solo, en el estadio infinito de la solidaridad universal, el único encuentro de su vida, por su vida, sin reglas, sin jueces, y la perfecta circunferencia de la pelota se sintetizaba en la voracidad por vivir. Era un mano a mano con el destino.

En el entorno, los demonios inevitables y perversos, fueron saltando como preguntas sin respuesta, en medio de un abanico de tesis policiales en las investigaciones.

¿El JJ (José Balderas Garza) le disparó por lío de faldas? ¿O había sido un conflicto al desamparo del alcohol? ¿Se conocían? ¿O simplemente el paraguayo estaba en el sitio incorrecto en el momento incorrecto? ¿Qué hacía el jugador ingiriendo alcohol en la madrugada en un sitio como Bar Bar?

Al final, la fortaleza del atleta, la genética de raza del guaraní, el temperamento de Cabañas, la eficiencia médica, y las invocaciones y evocaciones de un milagro, calcinaron los augurios pesimistas que fueron creciendo como escoltas oscurantistas de la desgracia.

Cabañas estaba vivo. Lo demás vendría con la consumación colectiva del cuidado, del amor, del tratamiento, de la voluntad, del cobijo, de la paciencia, pero sobre todo, del anhelo de

Y habló, acarició, sonrió, se puso de pie, dialogó, caminó, hasta nutrirse y nutrir de afecto a su entorno.

El ser humano estaba de vuelta. Pero el ser humano estaba incompleto. La memoria de Salvador Cabañas lo urgió a rescatar a su otro yo, a su alter ego, que estaba aún en estado de coma, esperando ser resucitado, recuperado.

Cabañas pidió el balón de futbol, lo anhelaba con esa misma vehemencia y ojos de niño, como cuando a los tres años recibió su primera pelota oficial un día de Navidad con una tarjeta que decía: Vy'apave heñói (Feliz Navidad en guaraní).

El proceso fue largo. Penoso. Doloroso. El atleta perfecto que marcó 125 goles en el futbol mexicano no estaría de vuelta.

El daño era periférico: sus ojos ya no eran esos periscopios que leían la cancha de manera casi circular; sus poderosas piernas ya no reaccionaban en esos letales sprints cortos, ni podía golpear el balón con precisión y potencia. NI su esqueleto respondía con vértigo al amague y el enganche. Ese prodigio de jugador parece yacer en el piso del baño de Bar Bar desde el 25 de enero de 2010.

Sí: Cabañas volvía a jugar al futbol, pero no volvería a jugar al futbol como Cabañas. La bala alojada en la cabeza no había sido capaz de destruir al ser humano, ni a los motivos del futbolista, pero sí a los motores del jugador.

De ser un goleador y un atleta privilegiado, quedaba recluido, limitado, circunscrito a ser uno más, un jugador vulgar: el 20 de enero de 2012, pone fin a las especulaciones y a los sueños de millones jugando para su equipo-cuna, su equipo-madre, su equipo-nodriza, el 12 de Octubre.

Los 360 ojos del balón lo miran con extrañeza: dónde está aquel artillero inclemente. Sí: él está de pie, pero el futbolista es, de momento, sólo una sombra en el cénit de la memoria.

Pero Salvador Cabañas sigue intentando. Su sensibilidad le recuerda ese pacto de coalición letal que firmaron él y la pelota, él y su vakapipopo (pelota) en la Navidad de 1983. Y no renuncia a reencontrarse con ella.

Por eso, este trabajo especial de E:60 en ESPNDeportes no es una crónica de un milagro, sino el milagro de una crónica.

Sin milagro habría sido obituario. Y conociendo a Cabañas: el milagro no tiene fecha de caducidad. Y el obituario no tiene validez ni para su carrera como futbolista. Porque él y su vakapipopo siguen durmiendo juntos, y lo más importante, siguen soñando juntos.