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Bienvenidos a Tokio

El encendido del pebetero correspondió a la sobriedad del momento, con Naomi Osaka subiendo por El Monte Fuji sin necesidad de otra cosa que hacer los honores

Sobria, distanciada y sin público, la Ceremonia de Inauguración de los Juegos Olímpicos de Tokio fue la más sui generis que mi generación pueda recordar, pero a la vez la más solemne que hemos visto en la época moderna por el silencio que enmarcó el desfile y que nos permitió meternos de una forma diferente, más íntima, en la experiencia de los atletas.

Todos estaban con cubrebocas y no pudimos ver sus rostros completos, pero en un mundo en el que nos hemos acostumbrado a leernos sólo por los ojos, fue muy emocionante poner atención a su mirada para entender el esfuerzo que ha implicado sobrevivir para llegar hasta aquí, especialmente de los portadores de las banderas que incluyeron a leyendas del tamaño del luchador cubano Mijaín López (tres oros), la corredora jamaicana Shelly-Ann Fraser-Pryce (dos oros) y la basquetbolista estadounidense Sue Bird (cuatro oros).

Podías sentir su nostalgia, porque cada uno ha estado cerca de la tragedia en los últimos 18 meses, todos lo hemos estado; sin embargo vibraba también la ilusión en sus ojos vidriosos, natural de quien representa a su país, que esta vez se acentuaba por esa sensación de saberse observados por un mundo herido que, cómo ocurrió después de las guerras, vuelve a poner en ellos su esperanza de reconstrucción.

El tamaño de las delegaciones fue quizás lo más inusual, reducido por precauciones obvias, que no daba tiempo de disfrutar el despliegue de las potencias, con apenas un puñado de participantes británicos o brasileños, lejos de aquellas procesiones interminables en las que se bailaba, se encontraban estrellas y hasta se repartían besos, sustituidos ahora por teléfonos celulares y drones como testigos digitales.

El encendido del pebetero correspondió a la sobriedad del momento, Naomi Osaka, la deportista japonesa de las nuevas generaciones y la más popular a nivel global, subió por El Monte Fuji sin necesidad de otra cosa que hacer los honores, no fue protagonista ni se buscó nada diferente, subir los escalones y encender el fuego significó todo, ya era suficiente por la cantidad de esfuerzo que hubo desde la posposición del año pasado.

Pero siempre hacia adelante, como en 1964, Japón abrió los Juegos a pesar de la dura oposición interna por los riesgos de salud y económicos asumidos, en medio de escándalos tan frescos como el despido del director artístico de la ceremonia tan solo 24 horas antes y lo hicieron sin extravagancias y sin errores, mandándonos un mensaje de solidez desde el día uno.

Japón es hoy el mejor amigo que tiene la familia Olímpica y quienes disfrutamos del deporte debemos estar agradecidos por el esfuerzo de llevar estos Juegos a cabo, no darlo por sentado, sino vivirlos con emoción, así sea a un océano de distancia, honrando el trabajo de un pueblo que se ha levantado varías veces de sus cenizas y que será el anfitrión de nuestra tregua mundial de dos semanas.