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La Vie en Rose*

Supongamos que usted es bueno en algo. No bueno, muy bueno. Más bien excelente. En ese recorrido que transita a diario, recibe el reconocimiento de sus pares. Usted es joven, quizá demasiado para esta vida. Aún no tiene edad para conducir, no le permiten ingresar a los bares y lo único que sabe de los casinos lo ha visto en las películas.

Pese a todo, usted sabe que pronto -muy pronto- su vida tendrá mucho de esto. Y habrá que convivir con esas luces que, a esta altura, lucen tan brillantes como irremediables. Porque la fama está ahí, a la vuelta de la esquina. El séquito alrededor le palmea la espalda. Ese coro insiste en que es el elegido, que el cielo para algunos se vive en la tierra y que usted, límpido, virgen de manchas, está listo para calzarse las alas y volar más alto que los demás. Ser la llave que abre todas las puertas, la rueda de auxilio de una familia que espera a su mesías expectante, como si el destino tuviese siempre una carta de reparación, un ying y yang occidental, una porción buena que oculta la totalidad de lo malo.

Nadie ve el esfuerzo detrás del goce. Las horas en el gimnasio, las privaciones, las elecciones. La disección del tiempo en edades tempranas, que sólo exhibe su crueldad cuando, años después, toca la puerta de los pensamientos la nostalgia. Mira a su alrededor y ve que los demás disfrutan mientras usted, el elegido, se esmera. Se pregunta si es verdad lo que algunos dicen, que la suya es la vida que todos quieren vivir. Es curioso, porque usted piensa exactamente lo contrario. Sobre todo cuando pasan las horas, los días, los años y ya no puede volver atrás. La bendición, muchas veces, tiene disfraz de condena. Siente culpa, para qué negarlo, porque bien sabe que todos quisieran ganarse la vida como usted lo hace: jugando al básquetbol. Es una contradicción permanente la que vive en sus entrañas.

Entonces un día ese camino plagado de obstáculos se hace llano. Y el sacrificio paga. Se presenta la oportunidad de su vida, dejar de ser un niño para convertirse en un hombre. Abandonar el estado de confort para llegar a la meca de lo que hace. Y con el recorrido a cuestas, usted sabe muy bien que los derechos vienen con obligaciones. Pero hay algo que le permite ser diferente a los demás: usted ama lo que hace. Lo ama con todo su ser, y eso hace que el esfuerzo, el sacrificio, las horas gastadas dejen de ser gastadas para ser invertidas. Y es ahí cuando el balón deja de ser un pico y una pala para transformarse en una extensión de sus extremidades. El básquetbol deja de ser su oficio para transformarse en su vida. En su alma. En su espíritu.

En su lucha.

Empieza a aparecer en los diarios. En los canales de televisión, en los sitios de internet. Usted habla sin hablar. Dicen cosas que jamás imaginó. Su familia, sus amigos, su entorno cercano se preocupa y usted, entonces, explica lo que no merecería explicarse. Mientras tanto, juega. Y lo hace cada día mejor. Le dicen que en su equipo jugó antes alguien que lo hacía mejor que nadie. Y que usted, poco a poco, lo está alcanzando. Hace oídos sordos a las plegarias y escucha a su entrenador, que lo quiere y lo respeta porque, dice él, usted tiene ética de trabajo. Eso lo reconforta y lo obliga a más. Se entrena, se entrena y se entrena un poco más. Y entonces llega lo que estaba esperando: ya no es el mejor de su casa, el mejor de su barrio, el mejor de su ciudad, el mejor de su país. Llega alguien y le entrega un premio que significa que usted es el mejor del mundo. Sonríe para la foto, querido amigo. El zoológico de cristal ha sumado a su mejor pieza. Y justo cuando todo parece unificarse en un mismo lugar, cuando las señales indican que verdaderamente usted es el elegido, ocurre lo que, hasta ese entonces, no consideraba. Su rodilla gira para un lado y su torso para otro. Siente las esperanzas convertirse en añicos. Los diarios, los canales de televisión, los sitios web siguen hablando, pero ya no de la misma manera. Hacen preguntas que duelen, dardos hirientes que se esbozan como palabras pero que se incrustan en su corazón.

Y es aquí cuando usted regresa a sus primeros pasos y se pregunta si todo el recorrido valió la pena. No importan la fama ni los millones. Cuando una persona vive sumergida en el ruido, siente un temor profundo por el silencio. Pero usted, en vez de quejarse, de deprimirse, de alertarse, vuelve a trabajar. Porque recuerda que la diferencia con los demás es que usted se desvive por su arte. Y eso lo convierte en indestructible a sus propios ojos, que son los únicos que importan. Son meses de ostracismo, su nombre ya deja de estar en los planos de preferencia. Su cara ya no figura en los carteles publicitarios. Y usted, entonces, aprende. Del juego y del negocio. De que las palabras y las cosas suelen abrazarse y también empujarse. Las rosas exhiben belleza y ocultan espinas.

En el silencio trabaja duro. Son horas y horas ejercitando músculos, esquivando miradas, ocultando miedos. Piensa sólo en volver a vivir lo que alguna vez vivió, sin reparos ni distancias. Observa de reojo el balón y sufre, al punto tal de dejar escapar más de una lágrima en el proceso. Y entonces llega el día de su vuelta. El foco vuelve a escena, pero usted ya no siente esas caricias como antes. Es difícil volver a poner las manos en el fuego cuando uno ya se quemó. Ingresa a la cancha colmado de expectativas y recupera algo de la gloria de su pasado. Pasan los días, los meses y una noche, con la confianza ya reconstruida, realiza un movimiento atípico que le ocasiona otro colapso en su rodilla. Nuevamente siente el frío del parquet y las voces ralentizadas de sus compañeros. El mundo se paraliza una vez más y usted piensa, en ese preciso momento, que ya está. Que no lo quiere volver a hacer, que ha sido suficiente. Pero hay algo dentro que le obliga a levantarse. Un peleador escondido que lo pellizca y le dice que todavía puede, que necesita hacerlo, pese a que todos creen lo contrario.

Y usted, entonces, se convence y comienza de nuevo. Los murmullos se reproducen de manera geométrica. Pasa más de un año y cuando todos empujan por su vuelta, decide esperar, porque, argumenta, aún no está preparado mentalmente para su regreso. Piensa en lo que atravesó y no en las presiones del entorno. Sabe de lo que habla, porque aprendió en ese camino sinuoso. Finalmente, vuelve a bailar después de un tiempo prolongado. Parece estar saludable, entero, pero no: sufre una nueva lesión, ahora en los meniscos, que lo obliga a parar definitivamente.

Esta vez parece que sí, que ha sido todo. Los expertos señalan que el joven que alguna vez se sentó en la cima del mundo, deberá dedicarse a otra cosa. Que ya no da para más. "Tiene las rodillas destrozadas", dicen. Pero usted es un cabeza dura. Un tipo recio que se le mete algo en la cabeza y no para hasta conseguirlo. Y empieza a trabajar fuerte otra vez. Su entrenador lo mira y se pregunta cómo puede existir un maldito que quiera un poco más. Se cuestiona qué tiene adentro ese muchacho para subirse otra vez al ring dispuesto a recibir otro cachetazo. Adicto a los quirófanos, le dicen, y usted, en vez de llorar, se ríe. Han pasado cuatro años y medio desde su primera lesión y sólo ha podido jugar 100 partidos en cuatro temporadas.

Abandona Chicago por primera vez y recala en la Gran Manzana. Su carrera, ya en Cleveland Cavaliers al lado de LeBron James, parece terminada. Su cara ya no es la misma, los golpes duelen mucho más, pero sin embargo, no se rinde. Nadie entiende por qué sigue. "Si tiene millones en el banco, ¿por qué no abandona de una buena vez?". No abandona porque sueña con un momento recurrente, con un estadio coreando su nombre, con un pasado no tan lejano en el que usted era otra cosa. Volver a ser, con todo lo que eso significa.

Y entonces, una noche, lejos de su casa, en Minnesota, ocurre el imposible. Toma el balón en el eje de cancha y anota un triple. Luego una penetración con mano invertida. Con mano derecha, con mano izquierda, tiros en suspensión, a pie firme. De todos lados. El banco explota, sus compañeros se miran entre sí, y usted primero se ríe. Sí, es una risa pequeña, pero una risa al fin. "Señores, ¡Derrick Rose está de regreso!", grita el relator, mientras usted alcanza su máxima de carrera: 50 puntos. ¡50! Y entonces, el partido, complicado, disputado, amenazante, termina con resultado a favor. La noche se transforma en leyenda y sugiere un nuevo amanecer. Sus compañeros corren, todos, a abrazarlo en el centro de la cancha, formando un globo color negro que se hace gigante. Todos gritan, todos saltan, pero usted ya no se ríe: ahora llora. Y esas lágrimas, ese derrame, no es otra cosa que un abrazo a la distancia con el juego. Con el esfuerzo, con el carácter, con el temple. Con la vida. Un golpe de puño a la desgracia deportiva que amenaza a todos los jugadores; es el círculo que se cierra, el guiño entre épocas cercanas pero lejanas a la vez. Edith Piaf cantando La Vie en Rose, Penélope tejiendo el eterno sudario, el héroe sumergiéndose para siempre en la odisea. El veterano viviendo, una vez más, en el cuerpo de un joven talento.

Después de todo, ¿de que sirve el deporte si no es para brindarnos esta clase de emociones?

El capitán ya no sufre los vientos, las lluvias, los desbarajustes del destino. Ya no atraviesa la tormenta, por una simple razón: él ya es la tormenta.

Y sigue soplando.

* Esta columna está inspirada en una edición anterior publicada, en ESPN, el 22 de abril de 2015