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Luka Doncic, el heredero de Manu Ginobili

¿Qué pueden tener en común Ljubljana con Bahía Blanca? ¿Son comparables dos familias vinculadas al básquetbol de composición tan diferente? ¿Acaso puede existir una conexión real, más allá del punto común del básquetbol, entre un joven novato de 19 años y un veterano ya retirado de 41? Quizás las respuestas no tengan que ver específicamente con Manu Ginóbili y Luka Doncic, sino con la sensación que producen en terceros. Con la expectativa, con la realidad y sobre todo con el camino transitado.

El deporte no es sólo números, es sentimiento. Es sensación, un halo invisible que envuelve recuerdos. Flechazos de experiencias que regresan a nosotros en jugadas inolvidables, en momentos únicos, en apellidos célebres. Construcción de identidad a través de conexiones que ocurren como chispazos aleatorios sin saber, a ciencia cierta, que estaban ahí para cambiar el status quo. Para encendernos, transportarnos y devolvernos a algún lugar que suponíamos extraviado.

Si Ginóbili fue, en los albores de su genialidad, un potrillo salvaje capaz de ejecutar acciones inverosímiles dentro de un entorno estructurado, Doncic es un niño prodigio en estado de pureza absoluta, con madurez extrema, capaz de hechizar con sus artes y su técnica a quien desafíe observarlo. Lentitud precisa, canto angelical en un mundo eléctrico y acelerado. El jóven esloveno tiene un juego encantador y peligroso in extremis; una sirena de voz irresistible que emerge ante Ulises en la odisea de Homero.

Sin embargo, estilos diferentes, en épocas del juego completamente dispares, producen una misma situación décadas más tarde: Doncic llega a la NBA, como sucesor de Dirk Nowitzki, siendo rey de la Euroliga con el Real Madrid, con el escepticismo idéntico que reinó cuando Manu arribó a la Liga estadounidense tras brillar en el Kinder Bologna.

¿Qué dudas se puede tener acerca de quien fue el mejor jugador por escándalo de la Euroliga? ¿Acaso puede comprenderse lo que significa triunfar en el Real Madrid? Sólo la ignorancia, que siempre es atrevida, puede haber sido factor para pensar que Doncic podía no estar a la altura de las circunstancias en la NBA. Es cierto que la caída del muro, en términos de básquetbol, puede verse lejana para algunos (Indianápolis 2002), pero lo cierto es que muchos analistas estadounidenses parecerían no haber aprendido nada respecto a lo que pasó.

El mundo es mucho más grande de lo que algunos piensan. Quizás Doncic sea, por fortuna, la humanización de un nuevo baño de humildad para dejar de ver sólo los reflejos en la caverna de Platón. A veces, vale la pena girar, lograr una concepción global de la situación y reconocer que no todo termina tres casas más allá de la propia.

Este escepticismo, esta redención, se reconoce en el fanático promedio de estas tierras. Es el país de las últimas cosas de Paul Auster: revolviendo para encontrar elementos que nos permitan el regreso oportuno, a tiempo. Doncic es el nuevo talismán, el secreto oculto que no se cuenta: la máquina del tiempo hacia nosotros mismos, la lámpara que se frota para empujarnos a terrenos que parecían olvidados. El elemento extraño, el virus que se instala dentro de la Matrix, el más humano de los extraterrestres: esa pequeña lentitud lo transforma en un prestidigitador irritante: ¿cómo puede hacer siempre lo mismo sin que lo puedan defender? Ese es el misterio que nos agolpa noche a noche para intentar descubrirlo.

Los Dallas Mavericks no son ni de cerca el mejor equipo de la NBA, sin embargo existe una fascinación alrededor de Doncic que obliga al enamoramiento fugaz, al flechazo de miradas que se cruzan y se extravían en la noche, que no es otra cosa que el mejor de los enamoramientos. Esa conexión de jugador y fanático rara vez se produce, pero cuando ocurre es éxtasis puro. "Te amaré toda la vida por el siguiente minuto", reza la contradicción. Y esa relación efímera -que conlleva una pizca de histeria en su interior- eleva la adrenalina, luego la baja de manera enérgica e invita, acto seguido, a la expectativa de un nuevo encuentro. En otras caras, otros tiempos y otras disciplinas, es Sherezade leyendo al sultán, noche a noche, para escapar de la muerte.

“Es un chico en el cuerpo de un hombre y tiene la experiencia de haber jugado en muchos partidos importantes", escribió Manu Ginóbili en una columna que publicó el diario La Nación. "Eso te da ventaja sobre otros jugadores, y también sobre otros colegios estadounidenses, porque ellos juegan 30 partidos por año y Doncic jugó casi 80".

Ginóbili dejó la NBA y con él quedó un gran vacío en el básquetbol internacional. No sólo por su juego, sino por su legado. Por el sentimiento detrás del jugador, el esfuerzo de estar, pertenecer, superarse y ser la mejor versión que una estrella puede ser de sí misma. La encrucijada de su partida dejó huérfanos a miles de seguidores, que hoy tienen, en Doncic, la reparación de una ciudad en ruinas que vuelve a erigirse en pie. La antorcha mantiene el fuego y el corazón vuelve a latir. La periferia de la NBA se rinde ante el heredero, quien, con una puñalada noche a noche corta, transversalmente, el lienzo prolijo en estado inmóvil que se dibuja, se tira y se reconstruye hasta el infinito. La excepción que se ríe a carcajadas de la regla.

Doncic, entonces, se disfraza de Ginóbili.

Ginóbili regresa a través de Doncic.

Y el básquetbol internacional, en su estado más puro, celebra el amanecer del príncipe del renacimiento.