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Las reglas según Facundo Campazzo

Vivimos en tiempos en los que el pragmatismo se esmera en derrotar al sentimiento. El contenido, expresado en líneas de texto y justificado en números, trabaja entre sus adeptos más acérrimos para derrotar a la forma.

Sin embargo, y pese al esfuerzo desmedido por convencernos, los cazadores de emociones perseguimos a quienes demuestran que el deporte es mucho más que hojas de cálculo: amar, sentir, compartir y pertenecer es lo que nos empuja a querer ser parte.

Facundo Campazzo es hoy la alegría del juego. No es el más alto, no es el más rápido, pero sin ninguna duda es quien lidera y controla todo lo que hay alrededor. Las personas se dividen en termómetros y termostatos: los primeros miden la temperatura de un lugar y los segundos la cambian. Campazzo pertenece a la segunda categoría, sin importar cuándo leas esto.

La historia de Campazzo es la reescritura permanente de libretos. El desafío al orden establecido, la redefinición de límites como motor para impulsar su carrera. El salto desde Peñarol a esta parte ha sido estratosférico: hoy, es MVP de las Finales de la Liga Endesa, algo inédito para el básquetbol argentino. Y la naturalidad con la que se siente es absurda.

Es muy difícil explicarle a los Millenials que hubo tiempos en los que el deporte era diferente. Que existían jugadores que cortaban tickets, que las familias se agolpaban en las tribunas sólo para ver qué estaba dispuesto a hacer esa noche ese talento extraordinario. No había streaming y hasta existieron épocas que no había televisión por cable. Los cracks eran propietarios de proezas inimaginables que se narraban de generación en generación como leyendas urbanas. Los videos, la repentización y la instantaneidad fueron tomando protagonismo y los teléfonos inteligentes sirvieron para desnudar la gran mayoría de los trucos.

Quizás sea por eso que disfrutamos del magnetismo de Campazzo. Quizás Facundo sea, quien sabe, un ilusionista escapado de otra época para devolvernos a lo que sentimos que estaba perdido pero que sin embargo está allí, listo para trasladarnos de un empujón a un sentimiento perdido. A una cancha llena, a un abrazo compartido, a un grito de doble desaforado como una bocanada de desahogo. Porque Campazzo juega como a todos nos gustaría jugar: como niños que conocieron la pelota esa misma tarde. Con risas, con rebeldía, con energía, con actitud. A Campazzo, queridos amigos, no le da lo mismo.

Es difícil explicar qué le demandamos a un deportista para sentirnos representados. Todos somos diferentes, cada uno es como es, pero a mí me gusta la gente que vive la vida como Campazzo. Que si la pelota rueda por el parquet no la mira, se lanza de cabeza a agarrarla. Porque las cosas para conseguirlas, primero hay que desearlas y luego hay que ir a buscarlas con el alma en la mano. Como alguna vez lo hizo Manu Ginóbili, como alguna vez lo consiguió Andrés Nocioni, como lo sigue haciendo Luis Scola. No pretendemos el triunfo, que a veces llega, sino que aspiramos a la forma, porque no todos los triunfos ni todas las derrotas valen los mismo.

He sido testigo en primera persona de quienes desmerecieron a Campazzo desde que era sólo un jovencito que hacía sus primeros pasos en la Liga Nacional. El gran argumento tenía que ver con su altura. Lo lamento mucho por aquellos escépticos de turno, porque de nuevo, el contenido a simple vista no les permitió ver la forma. Están los jugadores que se adaptan al entorno y los que se transforman en el entorno. En otras palabras, existen las reglas del básquetbol por un lado y las reglas de Campazzo por otro.

En el país que dio talentos maravillosos como Pepe Sánchez, Alejandro Montecchia, Pablo Prigioni, Marcelo Milanesio, Miguel Cortijo y Alberto Cabrera, entre otros, emerge la figura de Campazzo entre los grandes armadores de la historia.

Ni mejor ni peor, distinto. Como todo lo que hace Campazzo.

Los límites, de nuevo, vuelven a marcarle nuevos desafíos.