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Porque la justicia es ciega: España finalista

BELO HORIZONTE -- La Justicia debería ser un acto divino. Pero lo entorpecen los hombres.

La Justicia en el futbol, debería ser un acto de sus semidioses. Pero lo entorpecen los penaltis.

España es finalista. Un acto de justicia de los penaltis.

Italia queda fuera de la final. Un acto de injusticia de penaltis.

Los puristas, los advenedizos de temporada a las fiestas finales del futbol, seguramente cuestionarán pasajes del juego de semifinal en cuyo desenlace España reta a Brasil en la Final de la Copa Confederaciones.

El encuentro fue fascinante. De punta a punta. El futbol no pasa sólo por los alaridos desmesurados en la desmesurada boca del gol. Como espectáculo puede entenderse así de simplista. Y hay quien tiene derecho a conformarse con ello. Porque hay quienes leen a Juan Rulfo y a García Márquez, y quienes se conforman con el Libro Vaquero.

El juego de españoles e italianos fue una exquisitez de futbol. Mérito absoluto de los que estaban en la cancha, y de ese esfuerzo magnífico por hacer lo que mejor saben, lo que más les gusta, y de consumar su obra de vida para la que fueron predestinados.

Veámoslo con la simetría justa del veredicto, con los extremos del Paraíso para uno y del Infierno para el otro.

Veámoslo en el espejo bizarro de una sentencia que no daña al futbol, sino que lo enaltece.

1.- España no gana, Italia pierde con el yerro de uno de sus carabinieris, Leonardo Bonucci.

2.- Italia no pierde, España gana con la eficiencia perfecta de sus fusileros, consumada finalmente por Navas.

El futbol permite esa obscena convivencia en la catalización de un resultado: algunas veces puede dar a luz a un vencedor sin que necesariamente se decrete, con vulgaridad, un vencido.

Italia pudo ganar, quiso ganar, supo qué hacer para ganar, en 120 minutos. Y España también. Pero no ocurrió.

En ese equilibrio de fuerzas, de cualidades, de aptitudes, de afinidades -ojo, por caminos distintos- para rendirle al futbol la veneración de jugarlo bien, formaron una coalición magnífica los protagonistas de ese marcador indeseado, odiado, antagonista del deporte mismo: el 0-0.

1.- Porque los porteros tuvieron acciones en los tres ejercicios en que deben consumar la castración de los delanteros adversarios: el instinto, la repentización y la suerte.

2.- Porque el resto, los 20 combatientes, bayoneta en mano y veneno en la mirada, fueron, algunos, artistas capaces de generar condiciones de gol y otros, incapaces, de consumarlas en la red por precipitación, desconfianza, duda, titubeo o simplemente error técnico en el golpeo.

3.- La suerte, que, casquivana, volátil, voluble, perjura, es capaz de matar a uno o de no dejar morir a ninguno. A veces se convierte en el Juez Supremo de lo inesperado y a veces deja todo en manos de los semidioses que terminarán tropezándose como seres humanos, tal y como le pasó a Bonucci.

¿Del juego? España pasó de dominador a dominado y a dominador. Ya se sabe: España es de las selecciones que menos corre en desgaste, pero que más recorre con el desgaste de la pelota. En esa decisión de jugar sin apuros, se solaza en las ventanillas de la burocracia, para traspapelarle el balón al adversario, e ir luego al latigazo que monta en histeria al rival.

Italia en sus momentos álgidos fue práctico, en esa mezcla aún en embrión con Prandelli, entre el futbol dinámico y el laborioso trabajo colectivo de marca.

Y ahora, España va con, por y sobre Brasil. La final que el universo del futbol anhelaba.

Todos pues, excepto los brasileños, como quedó de manifiesta cuando Fortaleza se convirtió en la fortaleza nacional de plegaria de todos los amazónicos, que olvidaron, seguramente, que de no mediar errores arbitrales, los mismos azzurri hubieran merecido un mejor saldo ante el anfitrión.

¿Teme Brasil a España? Al menos en su afición hay desazón.

No es para menos: España les recuerda a los brasileños que su selección no jugaba igual, sino mejor, porque a la posesión de pelota, le agregaban, hasta 1970 y con la salvedad de 1982, esa fascinación artística del talento, magia, imaginación, y ese instinto festivo con el balón, privativo de su danzarina etnia futbolística.

Sí: a Brasil lo intimida España, porque le recuerda todo lo que podría debería y querría ser, en apego estricto a sus cromosomas y su ADN floreciente de magia.