MILANO (Enviado especial) -- “Y marca un gol/marca un gol/y Sergio Ramos marca un gol”. Los hinchas de Real Madrid que citiaron Milán en la tarde del sábado creían que cantaban una tonada conmemorativa, de Lisboa 2014 por ejemplo, para mofarse del Atlético, pero en realidad se trataba de una canción premonitoria.
Una vez más, Sergio Ramos fue figura en una final de la Champions League. Y una vez más se consagró campeón. Si hace dos años, en Portugal, se destacó con el tanto agónico que evitó la derrota, esta vez su gol parecía encaminar una victoria mucho más fácil de lo que fue.
La gran final resultó ser mucho más entretenida de lo que esperábamos pero se definió, tal como anticipamos, en pequeños detalles. Ganó el que aprovechó mejor los errores rivales. Y Sergio Ramos, a los 15 minutos, fue el primero en sacar ventaja de una falla ajena.
Más allá del medio cuerpo fuera de juego, difícil de ver en el campo, Atlético cometió demasiados errores en esa jugada. Bale anticipó a Torres y a Filipe Luis, y el propio Ramos le ganó la posición a Godín. Mucho y muy temprano para un equipo sólido como el de Simeone. En especial en pelota parada, una gerencia que los merengues administran tan bien.
En esa primera parte, el equipo de Ramos se mostró en completo dominio. Manejó la pelota con velocidad y supo desarmar casi todos los ataques de Atlético antes de su gestación. Casemiro fue clave para eso. El capitán andaluz completó la tarea las pocas veces que se acercaron a Keylor Navas.
"Tenemos que saber sufrir", había dicho Ramos antes de la final. El segundo tiempo fue una maestría en esa materia. En el inicio, Sergio dejó a Pepe con Torres y el brasileño le cometió penal. Keylor, el arquero menos vencido de esta Champions, le negó el gol a Griezmann. Poco a poco, Real se atrasó y Atlético se vino por el empate.
Los blancos dejaron de hacer lo único que les había pedido Zidane: “correr”. El equipo se volvió estático, juntó líneas hacía atrás y pasó a defender demasiado cerca de su arco con un medio de cinco que incluía a Bale y a Cristiano en las bandas. Abandonó todo protagonismo y renunció a presionar arriba. Esperó por alguna chance en la contra. Las tuvo, Benzema no pudo liquidar, pero las dejó pasar.
La ineficacia la pagó con zozobra. Ramos se encargó de sellar los huecos defensivos que comenzaban a quedar mientras Pepe se dedicaba a simular faltas, Marcelo no gravitaba ni en ataque ni en defensa y Danilo, que ingresó por el lesionado Carvajal, confirmaba los temores que lo sacaron del equipo. En la única vez que el capitán no llegó a cubrir la espalda del lateral brasileño Atlético consiguió el empate.
Solo faltaban once minutos para el final. Todo tenía la pinta de ser la revancha tan promocionada. Esta vez Atlético igualaba en el final del partido, Real estaba liquidado físicamente y los colchoneros se venían por la victoria.
Entonces apareció el capitán merengue. Con los brazos en alto, arengando al público para que empuje al equipo, con un par de gritos en la cancha y con intervenciones decisivas consolidó el protagonismo que su temprano gol le había garantizado. Pasó el tiempo, no hubo venganza atlética y ambos parecía demasiado agotados para definir de otra forma que en los penales.
Sergio Ramos abrió la cuarta ronda. Fue el jugador más silbado por el estadio de los nueve que ejecutaron. La presión lo agrandó. Lo pateó con la jerarquía de un campeón mundial, bicampeón europeo (de clubes y selecciones) y tricampeón de Liga. Luego, Juanfran falló el suyo. Cristiano llegó para robarse la gloria y la tapa de los diarios.
Con grandeza, Ramos saludó uno a uno a sus rivales. Después, levantó la Undécima. Y se metió de lleno en la historia grande de Real Madrid. Como el caudillo que es.